La semana pasada, al reflexionar sobre la masacre en Bavispe, Sonora, afirmé lo siguiente: “El Estado mexicano no ha pintado rayas en la arena. No hay, al parecer, acto alguno, por bárbaro que sea, que sea capaz de detonar una reacción extraordinaria por parte de las instituciones de seguridad y justicia”.
Tal vez hablé demasiado pronto. Hay, según parece, una raya en la arena: el asesinato a mansalva de mujeres y niños que tengan nacionalidad estadounidense. Eso sí motiva una reacción excepcional de parte de las autoridades mexicanas: en este caso, solicitar el apoyo del FBI y permitir la operación de un amplio contingente de agentes de esa institución en territorio mexicano.
Ese hecho probablemente cambie la ecuación en este caso. Por una parte, se va a contar con una enorme cantidad de recursos técnicos y humanos para desenmarañar el caso y ubicar a los responsables de la matanza. Asimismo, la participación del FBI en la investigación va a obligar a las dependencias mexicanas, tanto estatales como federales, a actuar con vigor y eficacia inusitados.
En esas circunstancias, es muy probable que los asesinos de la familia LeBarón sean capturados y procesados en fecha próxima. Y si se confirma que, en efecto, la masacre fue responsabilidad de La Línea, ese grupo probablemente enfrente una persecución sostenida de ambos lados de la frontera.
Esto encaja perfectamente con un patrón histórico: nada motiva tanto a nuestras autoridades como el asesinato de una persona con pasaporte extranjero. Muy particularmente si ese pasaporte es estadounidense y el caso adquiere relevancia mediática en el país vecino.
Así sucedió, por ejemplo, luego del asesinato del agente de la DEA, Enrique Kiki Camarena en 1985: el hecho terminó con años de tolerancia al narcotráfico y llevó a la detención de Ernesto Fonseca y Rafael Caro Quintero.
Así sucedió también en 2010, cuando personal del consulado estadounidense en Ciudad Juárez fue asesinado por pistoleros vinculados a la pandilla de los Aztecas. Varios de los responsables fueron detenidos a los pocos meses.
Así se repitió en 2011, tras la muerte violenta de Jaime Zapata, agente de la Agencia de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés), a manos de los Zetas en una carretera de San Luis Potosí. Los sicarios responsables fueron detenidos a los pocos días y eventualmente extraditados a Estados Unidos. Su jefe directo, Jesús Enrique Rejón, alias El Mamito, tercero al mando en la estructura de los Zetas, corrió la misma suerte a los pocos meses.
Este patrón no sorprende. México vive en una relación asimétrica con Estados Unidos y no es fácil resistir las presiones que vienen del norte, menos cuando un caso adquiere alto perfil en los medios estadounidenses. Cuando eso sucede, las autoridades mexicanas pasan de la indolencia a la acción a la velocidad de la luz. Y está bien que así suceda: hay que celebrar cualquier caso que no quede en la impunidad.
Pero no deja de ser deprimente que lo único (o casi lo único) que parece motivar una reacción extraordinaria de nuestras instituciones de seguridad y justicia sea la muerte de una persona con pasaporte extranjero. Y eso solo si el asunto es cubierto profusamente por los medios estadounidenses.
¿Cuál es entonces el mensaje para los criminales? Que deben evitar matar a extranjeros o personas con doble nacionalidad. Todo lo demás se vale.
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