El delito es siempre un asunto de pequeñas minorías. Más cuando se trata de delito violento: solo unos cuantos roban a mano armada, solo unos cuantos secuestran, solo unos cuantos matan.
Y por cuantos, quiero decir algunos cientos o algunos miles en cualquier momento dado. El año pasado, tuvimos en México algo más de 36 mil homicidios: considerando la posibilidad de asesinos múltiples, es probable que, en un país de 130 millones de habitantes, mucho menos de 36 mil personas le hayan quitado la vida a otro ser humano.
Ese hecho es a la vez deprimente y esperanzador. Abruma saber que tanto daño puede ser provocado por tan pocas personas. Pero también abre posibilidades: intervenir de manera temprana en la vida de esos cuantos y modificar su comportamiento podría significar una disminución monumental en el número de delitos violentos.
Eso es menos ilusorio de lo que parece a primera vista. Hay prácticas e intervenciones en muchos países y muchas ciudades que han tenido esos efectos. En específico, hay evidencia que sugiere que la oferta de una variante específica de tratamiento psicológico, conocida como terapia cognitivo-conductual (TCC), a jóvenes en conflicto con la ley puede conducir a una disminución significativa de comportamiento violento, delictivo o antisocial entre los beneficiarios.
La mala noticia es que los efectos positivos de esas intervenciones tienden a disminuir con el paso del tiempo. Los jóvenes que reciben ese tipo de tratamiento modifican su comportamiento en el corto plazo, pero al cabo de unos meses, los viejos hábitos reaparecen.
O al menos eso indicaba la evidencia disponible hasta ahora. Una evaluación reciente a un programa de esta naturaleza en Liberia, un país ubicado en África occidental, encontró efectos significativos de largo plazo. Y, en este contexto, largo plazo significa diez años después de la intervención inicial.
Los detalles son importantes. A partir de programas diseñados por activistas locales, un grupo de investigadores, encabezado por Chris Blattman, profesor de la Universidad de Chicago, reclutó en 2010 a 999 hombres jóvenes con antecedentes de comportamiento violento.
Estos jóvenes fueron divididos en cuatro grupos. En el primero, los participantes recibieron 8 semanas de TCC. En el segundo, no fueron a terapia, pero recibieron un incentivo de 200 dólares. En el tercero, recibieron 8 semanas de TCC y 200 dólares. El cuarto era el grupo de control, sin terapia ni incentivos.
Medidos al mes y al año, los efectos fueron muy significativos. Combinando terapia e incentivos económicos, se logró una reducción de hasta 50% en diferentes métricas de comportamiento violento, delictivo o antisocial. Con solo terapia o solo incentivos, hubo resultados positivos de corto plazo, pero disminuyeron al cabo de un año.
Diez años después, los investigadores rastrearon al 83% de los participantes en el estudio original y encontraron que, controlando por múltiples variables, los efectos de la intervención combinada (terapia y dinero) persistían: el comportamiento violento seguía 50% por debajo de la línea base.
Este programa logró prevenir 350 delitos por participante en el transcurso de 10 años. Considerando que la intervención costó 530 dólares por beneficiario, el costo de prevenir un delito fue 1.30 dólares.
Es decir, esto es una intervención extraordinariamente costo-eficiente. Cada delito tiene un costo directo promedio para las familias mexicanas de 6,600 pesos (330 dólares). Y los delitos violentos tienen impactos mucho mayores.
Sugerencia para nuestras autoridades de todos los niveles de gobierno: volteen a ver a Liberia. (El estudio se describe aquí: https://bit.ly/3Nijzj8)