“El encargo es más importante que el cargo.”
Esta es una frase consentida del presidente Andrés Manuel López Obrador. La ha repetido en al menos una veintena de ocasiones en lo que va de su presidencia. Tiene dos significativos específicos.
Uno es que lo que cuenta es la causa, no el puesto público, que se debe continuar en la brega a pesar de ya no estar en la nómina pública.
Otro es que no importa el organigrama, que se le puede encomendar cualquier tarea a cualquier funcionario, tenga o no facultades para realizarla. Lo que cuenta, al fin y al cabo, es el compromiso con la causa.
De esa práctica gerencial, hay múltiples ejemplos. La secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana tiene encomendada la organización de los Tianguis del Bienestar. El titular de Fonatur es el responsable de la construcción del Tren Maya. Los oficiales de la Sedena y la Semar han sido puestos a hacer de todo, desde construir aeropuertos hasta la gestión de proyectos turísticos, pasando por la administración de puertos y aduanas.
Hay además un gran milusos en el gobierno federal: el canciller Marcelo Ebrard. Además de las funciones propias al puesto, el Presidente le ha encargado, entre otras cosas, la adquisición de pipas para Pemex, la compra de vacunas contra el Covid-19 y, como ha sido recordado esta semana, la política migratoria.
Eso no tiene nada malo, hasta que lo tiene. Es decir, hasta que sucede una crisis y todo mundo corre para escapar de la responsabilidad.
Eso es lo que hemos visto en estos días. Luego de la muerte de los migrantes en las instalaciones del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, afirmó en una entrevista con Joaquín López Dóriga que “aunque formalmente es la Secretaría de Gobernación, para efectos administrativos [la encargada de operar el sistema migratorio], hay un acuerdo al interior del gobierno y es Marcelo, el secretario de Relaciones Exteriores, quien se encarga del tema migratorio”.
Ni tardo ni perezoso, el canciller respondió ese mismo día con un hilo en Twitter en el que afirmaba que “la SRE ha solicitado a la Secretaría de Gobernación y al Inami la información necesaria para compartirla con los países hermanos mencionados” y, para rematar, “cada cual debe hacer lo que le corresponde en esta hora”.
Había aquí un problema: ni el del cargo ni el del encargo estaban dispuestos a asumir la responsabilidad por lo ocurrido y pagar los costos correspondientes.
El presidente López Obrador optó entonces por el descargo: le pidió a la secretaria de Seguridad que pusiera su cara y diera una conferencia de prensa en la que no pudo informar prácticamente nada, salvo que hay investigaciones penales en contra de ocho personas y estaba presente en la estación migratoria personal de una empresa de seguridad privada (no hubo, por supuesto, ningún detalle sobre la susodicha empresa).
Ese es el problema de separar el cargo del encargo: cuando las cosas salen mal (y siempre algo sale mal) las líneas de responsabilidad se cruzan, nadie asume la culpa de nada, y ni siquiera hay quien puede comunicar con precisión lo sucedido. Por razones obvias, eso agudiza nuestro problema ya grave de rendición de cuentas.
No es casualidad que la administración pública esté organizada en silos y funcione en un escalafón vertical. Puede haber colaboración interagencial y comisiones intersecretariales, pero, a final de cuentas, hay un responsable con facultades definidas en ley.
Querer sustituir ese sistema con una serie de nombramientos ad hoc es, como ha quedado probado esta semana, receta para el desastre.