Hace un par de días, se presentó un ex policía federal como testigo en el juicio que se le sigue a Genaro García Luna en Nueva York.

Este agente habría estado desplegado entre 2007 y 2011 en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (AICM)y confesó que recibía órdenes extrañas en la terminal aérea.

Según narra el reportero Arturo Ángel en su cobertura del juicio, el expolicía afirmó que “la orden oficial para los agentes de seguridad era mantener sus posiciones, pero no hacer nada: ni revisiones, ni inspecciones ni mucho menos detenciones.”

Esto habría sido “un mecanismo para operar por espacio de una a dos horas el ingreso o salida de artículos ilegales, y principalmente droga, al AICM. La instrucción casi siempre coincidía con la llegada de una aeronave de Colombia o Venezuela, y la salida de otra hacia Europa o los Estados Unidos”.

No dudo en lo más mínimo del testimonio del expolicía federal. Menos a la luz de varios incidentes graves en esos años, como el enfrentamiento a tiros entre policías federales en plena Terminal 2, ocurrido en 2012.

No dudo tampoco que, en alguna medida, el fenómeno siga existiendo. Ciertamente, los narcotraficantes siguen tratando de utilizar al AICM como infraestructura de trasiego de droga y dinero. Estos son algunos titulares recientes en medios nacionales:

• “Decomisan 8 toneladas de droga en botellas de shampoo en el AICM” (bit.ly/3Hyil23).

• “Aseguraron 23 kilos de ropa impregnada con cocaína en el AICM” (bit.ly/3XYAixO)

• “Policía canino detecta media tonelada de droga en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México” (bit.ly/3jzmLxs)

El volumen decomisado es siempre una fracción relativamente pequeña del volumen traficado. La alta frecuencia de incautaciones en el AICM sugiere que mucha droga (particularmente cocaína) sigue entrando y saliendo por esa puerta. En ese contexto, no sería extraño que persistieran redes de complicidad entre las fuerzas de seguridad que vigilan el aeropuerto.

Pero esa realidad pudiera cambiar en un futuro no lejano. Ese modelo logístico —largas redes de distribución, triangulación del transporte en hubs aeroportuarios y un ecosistema de protección a lo largo de la cadena— está determinado en parte por el carácter un tanto voluminoso de la droga traficada (cocaína, en este caso), la distancia entre las zonas de producción (la región andina) y los centros de consumo y la relativa facilidad para detectar la droga. Eso obliga a dar muchos pasos con muchas personas y contar con muchos protectores.

Pero con las drogas sintéticas, particularmente el fentanilo, la lógica es distinta. Se pueden producir en casi cualquier lugar (la restricción es el acceso a precursores) y ocupan un volumen pequeñísimo: según algunas estimaciones, se podría cubrir toda la demanda anual estadounidense de fentanilo con menos de 10 toneladas (contra 200 a 300 para el caso de la cocaína). Y además, es relativamente difícil de detectar con los sistemas prevalecientes.

En paralelo, el avance de varias tecnologías —la navegación anónima por internet, las criptomonedas— puede llevar a una desintermediación de los mercados de esas drogas. Es más fácil hacer llegar los productos ilegales a sus consumidores finales, sin pasar por una larga, compleja y vulnerable red de distribución. Se puede mandar mucho fentanilo por paquetería, sin que nadie se dé cuenta. Eso genera otro tipo de problemas, pero ese modelo de organización industrial requiere de dosis mucho menores de corrupción en la red de transporte.

En resumen, lo que escuchamos esta semana en Nueva York es más una descripción del pasado (y presente) del narcotráfico, no de su futuro.

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