A dos años del cambio de gobierno, ¿qué balance se puede hacer sobre la administración López Obrador en materia de seguridad y justicia? ¿Qué falta? ¿Qué deja? ¿Qué sobra? Van algunos comentarios breves:
1. La violencia homicida se ha mantenido en una alta meseta desde hace más de dos años. Ciertamente no ha continuado la escalada de violencia que caracterizó a los años finales del sexenio de Peña Nieto. Pero el punto de inflexión no ha llegado. Tercamente, el país registra más o menos 3000 homicidios por mes. A ese ritmo, cerraremos el sexenio con algo más de 210 mil homicidios (contra 121 mil con Felipe Calderón y 155 mil con Peña Nieto).
2. En 2020, ha disminuido la incidencia de algunos delitos, en particular algunas formas de robo. El dato no solo de denuncias, sino de encuestas de victimización (la Encuesta Nacional de Seguridad Urbana, en este caso). Pero ese efecto es, con toda probabilidad, resultado de la pandemia y del consecuente distanciamiento social. La pausa difícilmente se va a sostener cuando la actividad social se normalice.
3. La Guardia Nacional (GN) es el principal legado institucional de la actual administración. Se trata sin embargo de un edificio frágil. Como se ha explicado varias veces en esta columna, la GN no es más que una extensión de las Fuerzas Armadas. El grueso de su personal conserva plaza y salario en la Sedena y la Semar. Eso significa que puede ser básicamente desmantelada en 24 horas sin siquiera pasar por el Congreso. Basta con retirar los oficios de comisión.
4. La fragilidad no es el mayor de los pecados de la GN. Tal como fue diseñada y desplegada, no ayuda con ningún problema concreto. En específico, no resuelve el que debería de ser el objetivo central de un cuerpo intermedio como la GN: fortalecer el control del Estado sobre el territorio. En gran medida, está desplegada en zonas urbanas donde realiza funciones sustitutivas (no complementarias) de las policías. Eso significa que las zonas rurales y las pequeñas poblaciones están tan desprotegidas hoy como hace dos años.
5. En la política hacia la delincuencia organizada, no ha habido un quiebre con las prácticas del pasado. Algunos de los componentes centrales de la estrategia calderonista y peñista persisten en la actual administración: por ejemplo, el uso masivo de personal militar en tareas de seguridad pública, el despliegue permanente de fuerzas federales en buena parte del territorio, la política de decapitación de grupos criminales, y la cooperación con las agencias estadounidenses (el caso Cienfuegos demostró que los canales de coordinación están más que abiertos). Ha habido un uso algo más intensivo de la inteligencia financiera, pero eso tampoco constituye un cambio radical (ha habido muchas cuentas congeladas y muy pocos bienes sometidos a la extinción de dominio). El componente social no ha resultado algo particularmente innovador (no parece haber un incremento notable de las transferencias sociales hacia los grupos en riesgo o las regiones más golpeadas por la violencia). Peor aún, no hay mucha evidencia de que los programas predilectos del gobierno estén teniendo algún tipo de efecto disuasivo o preventivo.
En resumen, hemos tenido dos años de muy poco, dominados por las inercias y punteado por las ocurrencias. Terminamos este periodo con un empoderamiento de las Fuerzas Armadas, una institucionalidad civil frágil y pocos esfuerzos para resolver los problemas estructurales de nuestro sistema de seguridad y justicia.
No es un buen balance.
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