Ante la guacamaya, el silencio.
La línea de Palacio Nacional ante el hackeo masivo de documentos de la Sedena y la oleada de revelaciones que ha provocado sigue siendo la indiferencia y el desprecio. Como los monos de la leyenda japonesa, no oyen, no ven y no dicen.
Para desventura del gobierno, el país sí oye, sí ve y probablemente empiece a decir muy pronto. Las filtraciones han puesto de manifiesto las múltiples taras de nuestro aparato militar y socavado los dos mitos fundacionales de las Fuerzas Armadas : la honestidad y la eficiencia.
En estos días, nos hemos enterado de la existencia de redes de tráfico de armas alimentadas desde el interior de campos militares, de corrupción y lavado de dinero en la contratación por parte de la Sedena de obras y servicios, de intervenciones telefónicas abiertamente ilegales, realizadas sin control judicial.
Pero también hemos descubierto que, en muchos casos, el personal militar sabe y no actúa, tiene conocimiento de posibles homicidios y hace poco o nada para prevenirlos, acumula información de inteligencia sobre posibles vínculos de actores políticos con bandas de la delincuencia organizada y nada se deriva de ese conocimiento.
De remate, se ha revelado que el Ejército hace mucho que sirve de poco, que llena sus correos y archiveros de reportes francamente inútiles, que muchos de sus productos de inteligencia son inútiles, primarios y de pobre hechura, que siguen objetivos más por inercia que por claridad estratégica, que usan metodologías de riesgo infectadas de paranoia y arcaísmo.
La cereza del pastel es conocer el rol de la Sedena como fuente de privilegios para la clase gobernante, el acceso a servicios médicos de excelencia, vedados para el resto de la población, los favores concedidos a políticos, la persistencia hipócrita del Estado Mayor Presidencial bajo otro nombre. Y claro, la construcción de un emporio militar empresarial, sin plan de negocios, pero con conexión a la ubre presupuestal.
Y esto sigue y sigue, como conejo mecánico de anuncio de baterías. Cada día, una nueva batería de revelaciones, cada día varias abolladuras más a la armadura reputacional del Ejército. El gobierno puede alegar en público que no pasa nada, que esto poco importa, que son chismes, anécdotas, casos aislados, pero muy probablemente sepa y admita en privado que esto tiene repercusiones de largo aliento.
Salir de la crisis pasaría por algo impensable en esta administración: asumir la responsabilidad por el hackeo y por los contenidos revelados. Cambiar de personal en la titularidad en la Sedena y en el alto mando militar, echar a andar una doble investigación, interna y externa, tanto sobre la filtración como sobre los aspectos más perturbadores de las revelaciones, iniciar un proceso de reforma del aparato castrense, con cambios legislativos, organizativos, institucionales.
Nada de eso va a suceder, claramente. Las revelaciones van a seguir corriendo, sin respuesta ni contexto ni explicación, con la expectativa gubernamental de que la sobreabundancia de escándalos acabe reduciendo el impacto y la relevancia de cada uno de ellos. No es descabellada la teoría.
Pero también cabe la posibilidad de que esto marque un punto de quiebre en la relación entre la población civil y las Fuerzas Armadas. Muchos y muchas no volverán a ver el uniforme con la misma combinación de asombro y respeto. La deferencia concedida al verde olivo puede haberse perdido irremisiblemente.
Si fuese así, tal vez no sería malo. Tal vez abriría una oportunidad —no en esta administración, sino en alguna próxima— de iniciar una largamente pospuesta reforma a nuestro aparato militar.
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