La Ciudad de México dio una de las notas principales en las elecciones del 6 de junio. En nueve alcaldías se impusieron candidatos de la alianza Va por México. Este inesperado desenlace tiene muchas explicaciones, pero la insatisfacción con las condiciones de seguridad no está muy lejos de la superficie.
La más reciente Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), elaborada por el Inegi, mostró que los habitantes de algunas de las demarcaciones que votaron por la alternancia tienen una elevada percepción de inseguridad. Ese es el caso, por ejemplo, de Álvaro Obregón, donde 82% de los mayores de 18 años declararon sentirse inseguros, un nivel parecido al de Iztapalapa y mayor al de Tláhuac. Azcapotzalco o Tlalpan son casos similares, aunque algo menos dramáticos: allí siete de cada diez habitantes manifestaron sentirse inseguros en su demarcación.
Esto enfrenta a la camada de nuevos alcaldes y alcaldesas con un enorme reto. Si algo les van a exigir los vecinos a partir de su toma de posesión el próximo primero de octubre, es la atención a los problemas de inseguridad y violencia en sus demarcaciones.
Además, van a tener que enfrentar esas demandas con una restricción nada trivial: contrario a la inmensa mayoría de los presidentes municipales en el resto del país, los alcaldes en la Ciudad de México no tienen mando policial. La capital es el ejemplo supremo del mando único: la policía depende por entero del gobierno central.
Es cierto que las alcaldías pueden contratar a policías auxiliares y varias lo han hecho en años recientes. Pero eso es una medida cara –cada policía auxiliar tiene un costo aproximado para las alcaldías de 400 mil pesos al año– e insuficiente: en el mejor de los casos, las alcaldías pueden contratar a un par de centenar de elementos de la policía auxiliar, divididos en dos turnos. Eso no cambia mayormente la ecuación.
Entonces, sin control directo del brazo policial, ¿qué pueden hacer los gobiernos de las alcaldías para atender las demandas de seguridad? Pueden empezar por guiarse por tres principios básicos:
1. El gobierno debe guiarse por la evidencia. A ese nivel, hay muy pocos recursos (incluyendo la colaboración del gobierno central) y hay por tanto muy poco espacio para el despilfarro y la ocurrencia.
2. El gobierno debe centrarse en la atención a las víctimas. A nivel de las alcaldías, no hay muchos recursos para prevenir delitos, pero sí se pueden tomar medidas para mejorar el acompañamiento y trato a las víctimas.
3. El gobierno tiene que abrirse al escrutinio. Todo lo que haga con recursos públicos debe estar sometido a la evaluación externa. La rendición de cuentas tiene que ser práctica cotidiana.
A partir de estos principios, se pueden poner en práctica algunas ideas concretas:
1. Elaborar mapas de actividad delictiva con información pública y añadiendo la que se acumula entre organizaciones y grupos de vecinos.
2. Levantar encuestas anuales de victimización a nivel de la demarcación.
3. Realizar evaluaciones externas de las acciones en materia de seguridad y vincular explícitamente los programas presupuestales a sus resultados.
4. Crear centros de atención a víctimas del delito.
5. Realizar reuniones semanales de seguimiento (a nivel cuadrante) con responsables de la Secretaría de Seguridad Ciudadana y vecinos.
6. En colaboración con instituciones de educación superior, establecer consejos técnicos de evaluación de la política de seguridad.
Los nuevos alcaldes y alcaldesas tienen pocos recursos y poco tiempo. Antes de que se acomoden en sus oficinas, van a tener encima un aluvión de demandas. No les queda más que ser estratégicos con la pobre baraja que tienen.
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