Nuestro horror cotidiano se presenta de muchas formas.

Hay ocasiones en las que se manifiesta un impulso exhibicionista: los asesinos buscan que todo mundo sepa lo que hicieron, que su brutalidad se vea a plena luz del día. Incluso, en algunos casos, se dan el lujo de dejar mensajes y firmar su saña. Un ejemplo de esto es lo ocurrido en Zacatecas en los primeros días del año, cuando diez cadáveres fueron dejados a las puertas del palacio de gobierno estatal.

Pero, en otros momentos, opera la lógica contraria: los matarifes intentan borrar todos los rastros de su violencia. Desaparecer cadáveres, carbonizarlos, disolverlos en ácido, arrojarlos en fosas clandestinas, eliminar la prueba más fehaciente de su bestialidad. Así sucedió en el caso de los 43 de Iguala y así parece haber sucedido este fin de semana en San José de Gracia, Michoacán: una masacre y ni un solo cadáver a la vista.

¿Por qué? ¿Qué conduce a unos asesinos a desvanecer las evidencias de sus actos? La violencia pública tiene varias ventajas desde la perspectiva del victimario: inhibe a los rivales, intimida a otras víctimas potenciales y ayuda a preservar la disciplina interna en una banda criminal.

¿Pero no genera riesgos adicionales? ¿No hace más probable que los homicidas sean identificados por las autoridades, detenidos, procesados y encarcelados? Tal vez, pero dudo que esa sea la motivación central. Aún en casos de violencia letal extraordinariamente pública, el porcentaje de bateo de las fiscalías es más bien bajo. La capacidad de nuestro sistema de seguridad y justicia para resolver homicidios es muy limitada, sin importar las circunstancias del hecho específico.

¿Puede ser un intento de no calentar la plaza? ¿De no atraer reflectores y evitar algún tipo de reacción de parte de las autoridades que dificulte algunas actividades ilegales? Es posible, pero no está de más señalar que, en la mayoría de casos (aún en algunos de altísimo impacto), no hay respuesta vigorosa de ningún nivel de gobierno. Y, además, una desaparición puede ser muy publicitada y atraer un enorme nivel de atención. El caso de Iguala sirve de ejemplo de ese fenómeno.

Entonces, más que temor a la justicia, ¿los asesinos tienen miedo de bandas o clanes o grupos rivales? ¿Esconder o destruir cuerpos es una manera de evitar represalias? Puede ser, pero cuesta trabajo suponer que un grupo atacado no se enteraría de hechos como el sucedido en San José de Gracia (aún si no hubiese un video). Y en esos círculos, no se necesita un cadáver para que se detone una cadena de venganzas.

Lo que queda es que el acto de borrar cadáveres sea una forma de prolongar la crueldad y extenderla a las familias de las víctimas. Negar a los deudos la posibilidad del duelo, generar desasosiego permanente en los seres queridos, mantener viva la flama de la angustia. Hay algo particularmente atroz en esta forma de violencia, sufrida a diario por miles de familias de personas desaparecidas, que no puede explicarse simplemente como resultado de un frío cálculo estratégico del perpetrador. Por falta de otra expresión, esto no se puede describir más que como mal en estado puro.

Los cadáveres arrojados a la vera de una carretera o depositados en una plaza pública gritan horror. Los cadáveres borrados hablan de crueldad infinita con su silencio.



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