En los años ochenta, la televisión británica transmitía un programa llamado “Yes, Minister” (luego transformado en “Yes, Prime Minister”). Era una aguda comedia que satirizaba la vida política del Reino Unido. Y en un capítulo, ante un problema específico, un personaje elabora lo que luego se conocería como el silogismo del político: 1. Hay que hacer algo. 2. Esto es algo. 3. Por tanto, hay que hacer esto.
Recuerdo ese intercambio a menudo, cuando políticos de todos los signos partidistas declaran que van a hacer algo para enfrentar el problema de la inseguridad y la violencia. Ese algo frecuentemente tiene la forma de fierros: más cámaras, más patrullas, más armas. O incluso soluciones más exóticas: un candidato a presidir una de las alcaldías de la Ciudad de México propuso hace algunos años desplegar una flotilla de drones para vigilar las calles.
También es habitual que el algo en cuestión involucre más personal en el terreno: la contratación de más policías, un incremento de patrullajes, la instalación de retenes, el lanzamiento de operativos. O la reorganización administrativa de las instituciones: cambiar el nombre de la corporación, mover el organigrama, crear cuerpos de “élite”. O alguna iniciativa de prevención: organización de talleres, construcción de canchas, etc. O el endurecimiento de penas para delitos específicos.
Esas medidas pueden o no tener efectos positivos, pero (casi) todas comparten una característica: no hay una teoría de impacto detrás de la decisión de ponerlas en práctica. O la teoría en cuestión está elaborada en términos perfectamente vagos (“se necesita presencia para disuadir la actividad delictiva”, “necesitamos atender las causas de la delincuencia”, etc.). No hay una descripción precisa del mecanismo causal que conecte la medida anunciada con el resultado deseado.
Es hacer algo, lo que sea, para transmitir el mensaje de que se está atendiendo el problema, aunque no haya evidencia concreta o teoría razonable de que ese algo funcione. En ese contexto, lo que se acaba imponiendo es la ocurrencia y la inercia: lo que se sacó alguien de la manga o lo que siempre se ha hecho, sin importar las circunstancias.
No es casualidad que los resultados tiendan a ser decepcionantes, que el problema que se quería resolver persista y que, llegado el momento de las elecciones, alguien más proponga otro algo que acabe corriendo la misma suerte.
Pero esto no tiene que ser así. Es posible hacer política pública de otra manera, recurriendo a la evidencia y no al pensamiento mágico. Y en México, tenemos ejemplos a la mano. En materia de política social, se cuenta con una institución —el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL)— que sistemáticamente mide y analiza el impacto de los programas implementados por diferentes dependencias de gobierno. Los políticos pueden o no hacerle caso a sus conclusiones y recomendaciones, pero por lo menos se genera una base de evidencia para tener una conversación informada sobre las políticas para atender la pobreza y la exclusión.
Esa experiencia podría ser útil para salir de la dinámica de la ocurrencia y la inercia en materia de seguridad. Se podría crear un consejo nacional de evaluación de las políticas de seguridad y justicia, encabezado por especialistas en criminología y ciencias sociales cercanas, que sometiera a escrutinio las medidas y los programas implementados en los tres niveles de gobierno.
No sería una bala de plata, pero al menos nos ayudaría a mejorar la calidad de la discusión y a no conformarse con que se haga algo, aunque ese algo sea un disparate o se haya intentado ya mil veces.
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