Este martes, en un evento sobre transparencia y gobierno abierto, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, soltó una declaración bomba: “Hemos estado en zonas de Guerrero, en zonas de Tamaulipas, en zonas de La Huacana, en Michoacán, para tratar de avanzar en la pacificación del país. Estos grupos, al final del día, se han estado combatiendo unos a otros y han estado cometiéndose los homicidios de un grupo contra los otros y ya no quieren más muerte; quieren avanzar hacia la paz”.
Posteriormente, trató de clarificar el concepto en una entrevista banquetera, pero el asunto salió peor: “Estamos dialogando ahorita con muchos grupos y de verdad nos han manifestado ya que no quieren seguir en esta violencia, que ellos quieren deponer las armas y quieren caminar hacia la paz”. Y al ser interrogada sobre la identidad de los grupos en cuestión, se limitó a decir que “no puedo especificártelos en este momento, pero son varios grupos de diversos estados de la República, los cuales quieren caminar hacia la pacificación del país porque ya no quieren más violencia”.
Según fuentes de la Segob, la exministra de la Suprema Corte se refería a grupos de autodefensa y no a bandas de la delincuencia organizada. Pero, aun así, el asunto es peliagudo: en la propia descripción de la secretaria, se trata de grupos que son responsables de violencia homicida. Es decir, según confesión propia, el gobierno está dialogando con asesinos.
Por otra parte, en muchas regiones del país, la línea entre algunos grupos de autodefensa y bandas abiertamente criminales no está muy bien delineada. Por ejemplo, la Columna Armada Pedro J. Méndez, el grupo de autodefensa más conocido de Tamaulipas, tiene vasos comunicantes con el Cártel del Golfo. Y en Michoacán, la organización criminal conocida como Los Viagras tuvo su origen en el movimiento de autodefensas de 2013 y 2014.
Junto a esos grupos con deriva criminal, hay ciertamente organizaciones de autodefensa más orgánicas y más benignas (o menos tóxicas). Pienso, por ejemplo, en el caso de Cherán, Michoacán, o en algunas policías comunitarias de Guerrero. Con esos grupos, tal vez sea posible construir un proceso de desmovilización, desarme y reinserción.
Pero no es fácil distinguir unos de otros, autodefensas buenas de autodefensas malas, grupos civiles de bandas criminales. Allí está el ejemplo de la pacificación fallida de Michoacán en 2014 como recordatorio: el entonces comisionado federal Alfredo Castillo llegó a negociar con tirios y troyanos, sin discriminar mayormente, y acabó empoderando a los peores elementos del movimiento de autodefensas.
Ese fracaso se explica en buena medida porque se inició una negociación política con grupos armados irregulares sin un andamiaje legal e institucional. Para que tenga éxito un proceso de desmovilización, desarme y reinserción, se requiere un marco legal para la amnistía o el indulto, normas precisas para que las autodefensas quepan en las policías, garantías para la seguridad de los desmovilizados, etc. Nada de eso existió en Michoacán y el resultado está a la vista.
Este es un argumento pragmático, no purista. En ausencia de reglas y parámetros precisos para la negociación, el mensaje es que lo único que requiere un grupo armado irregular para ser reconocido como actor político por el gobierno es masa crítica. ¿Cuántas “autodefensas” surgirían en esas circunstancias?
Entonces, si el gobierno quiere desmovilizar a grupos armados, más le vale proceder con cuidado. Y revelar la existencia del proceso en una declaración casual, seguida de una entrevista banquetera, no parece ser la mejor señal de prudencia.
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