1. La violencia política no es un fenómeno nuevo en México. Basta un recorrido somero por la historia nacional para percatarse de la frecuente aparición del plomo en nuestra vida pública. Este es, no puede olvidarse, el país de Maximino Ávila Camacho, Gonzalo N. Santos y Rubén Figueroa. Los tres últimos ciclos electorales han estado plagados de atentados contra dirigentes, políticos y aspirantes. Eso no quita gravedad a los hechos violentos de las últimas semanas, pero sí permite contextualizarlos.
2. Sin embargo, hay algunos elementos peculiares en la violencia que han marcado a este proceso electoral. En primer lugar, la dispersión geográfica: entre los primeros cuatro estados con más agresiones contra políticos locales, aparece Guanajuato, por ejemplo. Algo más abajo está Puebla. Es decir, entidades federativas que no estaban en el radar de la violencia hasta hace relativamente poco. Eso habla de una lógica de contagio: las prácticas extorsivas e intimidatorias de grupos armados, al no encontrar respuesta de parte de las instituciones del Estado (o al obtener complicidad de parte de estas), se extienden sobre el territorio.
3. Otro elemento significativo es la pluralidad de los blancos. En meses recientes, personajes que tienen pocas probabilidades de ocupar un cargo público han sido víctimas de amenazas y atentados. Ejemplo: en marzo fue asesinada la candidata suplente de Redes Sociales Progresistas (RSP) a la presidencia municipal de Isla Mujeres, Quintana Roo. Ejemplo: hace un par de días, el candidato de Fuerza por México a la alcaldía de Acapulco sufrió un atentado. A todas luces, esos candidatos no iban a ganar la contienda. ¿Qué explica la violencia en su contra? Lo que sugieren esos y otros hechos similares es que no toda la violencia es estratégica, al menos no en el sentido de usar la intimidación para obtener algo directamente del político agredido. Puede haber factores reputacionales en juego –disparan contra uno que no pesa mucho para amedrentar a todos los demás. A esto, hay que añadirle la muy probable existencia de disputas hiperlocales, de cuenta larga, invisibles a la distancia.
4. Esto obliga a señalar un hecho que rara vez encuentra espacio en la discusión pública sobre el tema: no todos los ataques contra aspirantes, candidatos y políticos locales provienen del crimen organizado. Hay violencia inter e intracomunitaria que se agudiza en muchas regiones durante periodos electorales. Hay agresiones ordenadas por autoridades locales u otros contendientes. Hay violencia provocada por fuerzas de seguridad o actores armados tolerados (guardias blancas, milicias, etc.). Simplemente asumir que un ataque contra una figura política es obra de un grupo de crimen organizado, sin atender al contexto o las circunstancias específicas de los hechos, lleva a una simplificación grosera de un fenómeno complejo.
5. ¿Fue un fracaso la política del gobierno de contención de la violencia asociada al proceso electoral? A la luz de los resultados, parecería que sí. Al igual que otros mecanismos de protección dirigidos a grupos amenazados (periodistas, defensores de derechos humanos), el que se implementó para candidatos fue reactivo, dependiente de las solicitudes explícitas de protección de los propios políticos, sin un mapeo previo del riesgo.
En descargo del gobierno y en conclusión de todo lo anterior, se debe decir que no hay programa especial que pueda funcionar muy bien en condiciones de violencia generalizada. Matan candidatos, aspirantes y políticos porque es posible matar sin mayores consecuencias. Ese es el problema central que no hemos podido afrontar.
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