Hay que decirlo con todas sus letras: este ha sido un año negro.
Cuando el 2021 se vuelva 2022, el caudal anual de víctimas de homicidio se ubicará algo arriba de 36,000. Será el cuarto año consecutivo en que rebasamos esa cota y no hay señales de un cambio de tendencia.
Algunas regiones del país, como el centro de Zacatecas o la Tierra Caliente de Michoacán, ven de manera cotidiana escenas casi propias de una guerra civil: cadáveres apilados al costado de las carreteras o colgando de pasos peatonales, poblados sitiados por grupos armados rivales, enfrentamientos de horas o días con armamento de calibre militar.
Las ciudades siguen viviendo en el miedo. A pesar de una mejora indudable en la percepción de inseguridad, casi siete de cada diez habitantes de las principales zonas urbanas afirman no sentirse seguros al realizar sus actividades cotidianas.
Ante esa realidad, las autoridades nacionales siguen atrapadas en sus certezas y sus obsesiones. No tienen más estrategia que poner más botas en el terreno, desplegar más Ejército y más Guardia Nacional, con la expectativa infundada de que la simple presencia militar creará efectos disuasivos.
No hay por tanto muchas razones para el optimismo en lo inmediato. Pero en el mediano plazo, hay motivos para esperar que el país va a acabar siendo más seguro y pacífico.
La tecnología puede ayudar en varios frentes. En primer lugar, como ya lo hemos empezado a ver durante la pandemia, va a provocar un cambio en la matriz de oportunidades delictivas. Más trabajo remoto, más comercio en línea, menos aglomeraciones. Inevitablemente, eso va a desplazar una parte de la actividad delictiva de las calles al mundo virtual. Y eso puede ser un mundo con más delitos, pero menos violencia.
En paralelo, el avance de varias tecnologías —la navegación anónima por internet, las criptomonedas— puede llevar a una desintermediación de los mercados ilícitos, particularmente el de las drogas. Va a ser más fácil hacer llegar los productos ilegales a sus consumidores finales, sin pasar por una larga, compleja y vulnerable red de distribución. Eso genera otro tipo de problemas, pero ese modelo de organización industrial debería de ser mucho menos generador de violencia que el formato actual.
Asimismo, la generación y explotación masiva de datos puede abrir muchas oportunidades para enfrentar problemas de seguridad pública. Con suficientes datos, va a ser posible predecir, con un grado importante de precisión, dónde, cómo y cuándo se van a cometer delitos. Eso puede permitir un despliegue mucho más eficiente de los recursos disponibles.
Más allá de la tecnología, hay movimientos en el subsuelo institucional que invitan al optimismo. En específico, está en marcha una revolución silenciosa en las policías locales. Cada vez hay más municipios que han iniciado procesos de reforma policial, orientados a rehacer la relación de la policía con sus comunidades, sacarla del silo estrecho de policía preventiva, y dignificar las condiciones laborales de sus integrantes. Los esfuerzos han tenido altibajos, pero ya empiezan a verse resultados en algunas ciudades (Ciudad Nezahualcóyotl, Morelia, Guadalupe).
Por último, tenemos cada vez más y mejor información en materia de seguridad y justicia. En esto, el Inegi ha jugado un rol destacadísimo: en la última década, ha multiplicado su oferta de instrumentos estadísticos —encuestas y censos— para entender y diagnosticar el fenómeno de la inseguridad y la violencia. Gracias a ello, es mucho más fácil vislumbrar alternativas para salir del laberinto.
Entonces sí, a pesar de lo negro del panorama actual, me siento optimista.
Feliz Año Nuevo.