Cien personas son asesinadas en México todos los días. Y casi nadie se da cuenta: la inmensa mayoría de esos casos no son cubiertos por los medios ni investigados por las autoridades. Se van a la nota roja o a la estadística , a nuestra cotidianeidad homicida, al paisaje de un país que ya se acostumbró a niveles extraordinarios de violencia letal.

Pero, de repente, algún caso sale de ese miasma de indiferencia y las víctimas recuperan rostro e historia. Ya no son solo un cadáver más, un registro más: son una tragedia individual con deudos visibles, son una pérdida concreta y un dolor inmediato.

El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar , así como del guía de turistas Pedro Palma Gutiérrez, en el municipio de Urique, Chihuahua, entran en esa categoría. Su muerte ha conmocionado al país, dominado la conversación pública y generado reverberaciones que rebasan las fronteras nacionales.

¿Por qué? ¿Qué hace especial a este caso?

En primer lugar, la profesión de dos de las víctimas. Es relativamente infrecuente que los sacerdotes sean blancos de la violencia homicida: según estadísticas del Centro Católico Multimedial, han sido asesinados 50 sacerdotes, seminaristas, sacristanes, laicos y periodistas católicos desde 2006. Hasta antes de la tragedia de Urique, se habían contabilizado cinco casos en el transcurso de la actual administración.

Además, al tratarse no solo de sacerdotes sino de misionarios de edad avanzada que dedicaron muchas décadas a servir a comunidades vulnerables, estas víctimas tienen un escudo de legitimidad inexpugnable. Aquí no cabe, ni de cerca ni de lejos, la sugerencia o la calumnia de que tal vez pudiesen estar metidos o tener algún vínculo con alguna de las bandas en disputa. Aquí no hay ni puede haber sospecha de que fue “entre ellos”.

A esto hay que añadirle que, a pesar de la acelerada secularización de la sociedad mexicana y del avance de la pluralidad religiosa, la Iglesia Católica sigue siendo un actor político y social de enorme peso. En este asunto, han hecho valer su amplio y diverso aparato institucional, su sofisticación mediática y sus amplísimas conexiones internacionales. No es poca cosa que el Papa Francisco (un jesuita latinoamericano, además de todo) se haya pronunciado pública y vehementemente sobre el caso.

Esto no es solo asunto de potencia institucional. El caso ha reverberado más que muchos porque aquí la impunidad está a flor de piel. El presunto asesino ―un personaje conocido como “El Chueco” ― tenía tras de sí una larga cadena de ultrajes. Se le responsabiliza de otros crímenes de alto impacto ―el homicidio de un turista estadounidense, la desaparición de un activista, el despojo de tierras a campesinos― y parecen haber existido órdenes de aprehensión en su contra.

Pero, a pesar de ello, el individuo se movía a sus anchas en Urique, sin temor alguno a la autoridad, con libertad incluso de patrocinar a equipos de beisbol. Allí estaba, allí vivía, allí imponía terror y nadie vio o nadie quiso ver nada. Hasta que las balas que mataron a dos sacerdotes jesuitas obligaron a abrir los ojos.

Y lo que ven esos ojos es desamparo de las comunidades y parálisis de las instituciones. Y eso indigna y eso moviliza.

Aquí se rompió algo y no se va a pegar pronto.

Al menos eso espero.

alejandrohope@outlook.com
Twitter: @ahope71 


 

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