En sus primeras páginas de la Nueva guía para la investigación científica, H. Dieterich señala: “La tarea principal del científico consiste en producir nuevos conocimientos objetivos sobre la realidad”, conocimiento que “explica las causas, efectos y propiedades de los fenómenos (hechos)”. En esta línea argumentativa hemos sido educados, en general, los que realizamos actividades académicas. Si lo asumimos taxativamente el argumento de Dieterich, el papel activo en este proceso de conocimiento es el realizado por el científico, lo que además se configura en monopolio legítimo de la autoridad para conocer y explicar el mundo. La escisión entre la ciencia y la sociedad, señalándolo bruscamente, alude a senderos científicos que marchan por caminos separados de las preocupaciones sociales (la meritocracia académica no se aparta de esta lógica). No quiere decir que Dieterich comparta estas ideas excluyentes y exclusivistas (la citación que hace de J. Vasconcelos, al ser designado rector de la Universidad Nacional, del imperativo, cuando demanda de “la Universidad que trabaje para el pueblo”, es elocuente), simplemente que aquélla es una desembocadura, entre otras.

A Camilo, siempre

Pero más allá del impacto de un modelo de construcción del sujeto científico, en la realidad de América Latina hay ejemplos significativos que apuntan en otra dirección, en cuanto a la necesidad de la vinculación con lo social organizado para la aproximación y comprensión de la realidad (a vuelo de pájaro, vienen a la memoria las aportaciones de Freire o Fals Borda, con sus metodologías).

La intención es que se piense de manera objetiva, subraya Dieterich. Por su parte, alertando la insuficiente elaboración en la denominada epistemología del sur, E. de la Garza ( ¿Epistemologías del Sur? Crítica de la “Epistemología de Boaventura de Souza Santos” ) señala: “la epistemología en sus orígenes es la reivindicación de una forma de conocimiento, el científico, distinto de otros, basado en una metodología que busca ser rigurosa y, sobre todo, un saber validado por la experiencia sensible”, que en su larga discusión transitó del positivismo a la hermenéutica, sin que esto se considerase por el autor al que dirige la crítica.

Criticando a los postcoloniales, los neocoloniales y los decoloniales, al mismo tiempo reconoce sus alcances y límites. En lo que hace a los poscoloniales, indica de la Garza que es notorio su nihilismo y “furioso antimarxismo”. Lo sustancial –creemos- es demostrar sus límites para explicar la realidad y, en uno de sus filones, su actitud pasiva y contemplativa. En el caso de los neocoloniales y decoloniales, siguiendo la lógica argumentativa de De la Garza, la “hibridación, la multiculturalidad, el diálogo de saberes y el trasnacionalismo”, le diferencian del ensamble teórico poscolonial. Empero, dice de la Garza, los límites de estas elaboraciones no pasan “de reivindicar los saberes populares y, sobre todo, las formas de producción, circulación y consumo, que se dan en el margen del capitalismo –economía solidaria, economía popular. Las respuestas de la posible sustitución paulatina de la producción capitalista por la de las cooperativas, o bien las empresas recuperadas, no ha conllevado una reflexión a la manera de Rosa Luxemburgo, acerca de las dificultades de la sustentabilidad de una economía solidaria presionada por otra basada en la rentabilidad capitalista, al darse en un contexto de mercado”.

En esto nos detenemos por ahora, sin hacer consideraciones sobre los alcances al trabajo de B. de Souza, bajo el supuesto de que la economía social y solidaria no es un bloque monolítico; en ella conviven múltiples experiencias. En lo que hace a las fábricas recuperadas, conformadas como cooperativas por los límites jurídicos (aludo a la experiencia argentina), resalta una visión pesimista en la argumentación de R. Luxemburgo: “Los obreros que forman una cooperativa de producción se ven así en la necesidad de gobernarse con el máximo absolutismo. Se ven obligados a asumir ellos mismos el rol del empresario capitalista, contradicción responsable del fracaso de las cooperativas de producción, que se convierten en empresas puramente capitalistas o, si siguen predominando los intereses obreros, terminan por disolverse”. Más todavía, “…no puede considerarse seriamente a las cooperativas de producción como instrumento para la realización de una transformación social general. La creación de cooperativas de producción en gran escala supondría, antes que nada, la supresión del mercado mundial, y el despedazamiento de la actual economía mundial en pequeñas esferas locales de producción y cambio” (Luxemburgo, 1908).

Sin soslayar que vivimos en la sociedad capitalista, incluso con un capitalismo que ha hecho ilegibles muchos de sus mecanismos de funcionamiento y dominación, aun así, en la condición histórica contemporánea es imprescindible referirse que se trata de acciones en defensa u opción de generar empleo, de ser autosuficientes, en lo posible, en una sociedad en la que coexiste la generosidad y lo colectivo con la meritocracia y el individualismo, siendo esto último dominante.

Una parte de la izquierda, así como una franja de dirigentes cooperativistas, coinciden con el planteo de Luxemburgo. Sin finalismos, y considerando los efectos y aprendizajes colectivos desde mucho antes de la pandemia, pero sin eludir ésta, el posicionamiento de José Abelí, dirigente cooperativista argentino, de que las fábricas recuperadas no nacieron de una ideología o de situaciones partidarias, sino de una necesidad, dado que “los sindicatos habían dejado de representarnos”.

Agreguemos a esto, en lo teórico, no una expresión de la hibridez, sino un conjunto de acciones en disputa frente al capital, destacado por académicos argentinos. Rebón y Kasparian señalan que “las empresas recuperadas representan en la perspectiva de los trabajadores una alternativa al desempleo más que al capital, y que son rentables “en tanto se preserven las condiciones de trabajo de los asociados”. En cualquiera de las lecturas, se trata de un desafío al orden “normalizado”, lo que genera “una fisura y un halo de desmitificación en la concepción acerca de la 'ignorancia de los obreros' en materia de gestión y toma de decisiones, cuando los procesos productivos comienzan a organizarse y funcionar sin la presencia de estamentos jerárquicos” (Bialakowsky).

Entender esta realidad demanda nuevas formas de vinculación con problemas concretos sociales, un posicionamiento teórico abierto. Frente al inteligente análisis de Luxemburgo, de “las dificultades de la sustentabilidad de una economía solidaria presionada por otra basada en la rentabilidad capitalista”, considerándolo, los/las trabajadores están haciendo camino al andar, sin soslayar que se mantiene una centralidad del trabajo, en nuevas condiciones históricas de desafío al capital.

Los argumentos de Luxemburgo hace más de 100 años deben reflexionarse con seriedad por los actores del trabajo, pero no constituirlo en un epitafio fatalista.

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