En el siglo XVIII, nos plantea M. Foucault (“La política de la salud en el siglo XVIII”, en Estrategias de poder), surge un modelo de organización sanitaria que tiene correspondencia con la sociedad disciplinaria. Destacan en el modelo distintas dimensiones: confinamiento estricto, cartografía del control, supervisión visible, información centralizada, control numérico de los vivos y los muertos, desinfección periódica de los espacios, en su conjunto como producto de la sociedad disciplinaria, regida por la vigilancia y el castigo. La razón del modelo se sustenta en el combate a la lepra y la peste. El discurso hegemónico se concreta en un modelo biologicista. Las autoridades sanitarias de los gobiernos son las encargadas de su aplicación.
Sin duda las poblaciones estaban angustiadas, hartas del confinamiento. Es cierto, con mucho menos información sobre el relieve de la higiene y en condiciones de infraestructura urbana nada comparable a la condición actual (drenaje, agua potable). Con aparatos electrónicos que hacen más soportable y llevadero el encierro. Pero emocionalmente –y en el horizonte de un tiempo incierto-, hay mucho de encuentro entre las condiciones del siglo XVIII y el XXI, en la objetualización del cuerpo y las salidas asépticas desde lo biológico. En el siglo XVIII, no hay textos que de lo social apunten cosas sobre la situación que se vivía. Será el trabajo de pintores y novelistas, sobre todo los primeros, que ilustren el rictus del dolor, la desesperanza y la soledad. El arribo de la sociología o la psicología será posterior. Pero aún estando presentes, en los siglos XIX y XX, no obstante, las teorías del sujeto y los metadiscursos ocuparán principalmente la atención de estas disciplinas. Otra es la situación en el siglo XXI; sin embargo el peso de las ciencias sociales en la formulación diagnóstica en los gobiernos ha sido de baja intensidad. Sigue predominando el modelo biologicista lo que, además, le da un sesgo intencionalmente construido al escenario social, de que se trata sobre todo de una crisis sanitaria, no asimismo del capital.
El siglo XX, ese del “despliegue de maldá insolente, ya no hay quien lo niegue” (Cambalache, 1935), continúa la lectura del cuerpo como máquina, lo que no ignora la impronta científica de L. Pasteur, así como de la Administración Científica del Trabajo y, sin casualidades, del encuadramiento de la medicina producto del Informe Flexner en 1910. Se trata de “referentes insoslayables del proceso anterior, a partir de los cuales se toma de la forma de producción dominante –la máquina– la concepción del cuerpo […] y de la causalidad microbiológica, la respuesta a la búsqueda de una teoría de las enfermedades”, señalará Spinelli.
Pero en el siglo XXI, aludiendo a la experiencia mexicana –lo mismo ocurre en otras latitudes-, y sin soslayar evidencia empírica y narraciones científicas que aluden a la complejidad del mundo moderno, el caso de la salud mental ocupa un lugar central en la cotidianidad. No en vano, por ejemplo, en el 2012 se registraron aumentos en las cuotas de los hospitales psiquiátricos hasta de mil por ciento, lo que se relacionaba estrechamente con el crecimiento exponencial de la demanda. Asimismo, un año después, en el 2013, se informaba por varias fuentes que al crecimiento de la violencia le correspondía un aumento del 30% en el número de enfermedades mentales. Se alude al secuestro y el crecimiento de las adicciones, relacionadas con la depresión, lo que se manifiesta entre otras cosas en la mayor prevalencia del suicidio. Por ejemplo, la población rural en el Producto Interno Bruto ha caído, sin embargo en lo que hace a la tasa de suicidio, mantiene una tendencia en absolutos y relativos que no corresponde con su caída poblacional. Es decir, que hay un problema agudo que está manifestándose en esta situación. Por cierto, un medio de suicidio en incremento en la población rural e indígena es la ingesta de agrotóxicos (folidol, glifosato), de ahí la certeza y paradoja de cuando se señala que lo que daña Monsanto, lo cura Bayer (Bayer, sin ironías, compraba lotes de mujeres en Auschwitz, para experimentos, cf. “https://www.radiojai.com/index.php/2020/01/30/40232/cuando-bayer-compraba-lotes-de-mujeres-en-auschwitz/, esa historia propia del “huevo de la serpiente”).
En tiempos recientes la Organización Mundial de la Salud (OMS) señala que el estrés afecta a 75% de los trabajadores —subrayemos eso, los trabajadores, así como no ignoremos el aumento exponencial en los últimos años del consumo de clonazepam (y de ansiolíticos en general)—, que se decanta en un 25% de los infartos ligados a este mal: diabetes, hipertensión arterial, ansiedad, depresión, falta de apetito sexual, cansancio; aproximadamente el 15% de las consultas médicas están relacionadas con el estrés. La Organización Mundial de la Salud planteaba que en 2020 el estrés sería la segunda causa de padecimiento en el mundo. Todo esto cuando nos alcanzó la pandemia, con diabetes, hipertensión arterial, ansiedad, depresión, y con un almanaque al que queremos darle vuelta.
Es decir, la pandemia no conoce fronteras, las afecciones mentales tampoco. En su recorrido desbordan los muros de los espacios laborales, tocan a la gente del sector informal, se introducen y penetran en las dinámicas ordinarias en los hogares, en los mercados; hacen surcos en las zonas rurales e indígenas. El encierro es para salvar vidas, pero también daña la vida. La respuesta en el siglo XXI no puede ser solamente biológica. Al lado de los epidemiólogos y virólogos, con ellos, es necesaria la presencia de psicólogos, economistas, sociólogos, en un espacio dialógico amplio y productivo. La mirada parcial entrecierra otras posibles rutas para encarar los impactos del virus.
UAM-Xochimilco