“He vengado a mis hermanos”, esas son las palabras de Kurt Gustav Wilckens, después de matar al comandante Varela, acusado de haber fusilado a 1500 peones indefensos. “Ese hombre rubio (Wilckens) no es pariente de ninguno de los fusilados, ni siquiera conoce la Patagonia ni ha recibido cinco centavos para matarlo”, aclara el historiador Osvaldo Bayer (La Patagonia rebelde), en su importante trabajo en el que documenta cuidadosamente las atrocidades de esos hombres que, bajo la consigna de impulsar la civilización, eran capaces de ejercer la peor barbarie.

Había escuela. Exploremos un poco. K. Marx, en su obra cumbre (El Capital), en una nota de pie de página (el poder de una nota no perdida, sino el sustento de una explicación), hacía anotaciones sobre el libro «Colonización y cristiandad. Historia popular de cómo los europeos tratan a los nativos en todas sus colonias», develando “en qué es capaz de convertirse el burgués y en qué convierte a sus obreros allí donde le dejan moldear el mundo libremente a su imagen y semejanza”. No hay piedad, “Aquellos hombres, virtuosos intachables del protestantismo, los puritanos de la Nueva Inglaterra, otorgaron en 1703, por acuerdo de su Assembly [Asamblea Legislativa], un premio de 40 libras esterlinas por cada escalpo de indio y por cada piel roja apresado; en 1720, el premio era de 100 libras por escalpo; en 1744, después de declarar en rebeldía a una tribu de Massachusetts-Bay, los premios eran los siguientes: por los escalpos de varón, desde doce años para arriba, 100 libras esterlinas de nuevo cuño; por cada hombre apresado, 105 libras; por cada mujer y cada niño, 55 libras; ¡por cada escalpo de mujer o niño, 50 libras!”. La vida no vale nada.

Eduardo Galeano aporta en este sentido, en Las venas abiertas de América Latina, historias similares de destazamiento: “En la Patagonia argentina, a fines de siglo, los soldados cobraban contra la presentación de cada par de testículos”; “abrir los vientres de las mujeres embarazadas o arrojar niños al aire para ensartarlos a puntas de bayoneta bajo la consigna de «no dejar ni la semilla», los doctores del Partido Liberal se recluían en sus casas sin alterar sus buenos modales”. Preguntémonos sobre esto: ¿Se recuerda y relaciona con lo anterior el tristísimo día en que San Pedro Chenalhó, Chiapas, se llenó de noche, de muerte? Recordemos: 22 de diciembre (día maldito en que de nada sirvió rezar), 45 muertes de indígenas tzotziles (en la numeralia, 18 mujeres, de ellas cuatro embarazadas, 20 asesinados menos de edad -16 niñas y cuatro niños, 17 hombres). La muerte fue a golpes, cuchilladas y disparos en la espalda, claro porque estaban huyendo, corriendo desesperados por la vida (que se les fue, ¡¡perdón, que se las arrebataron!!). 60 asesinos con armas poderosas. Hay testimonios que señalan que a las mujeres embarazadas se les abrió el vientre. ¡Qué ironía: muy cerca estaba un destacamento militar formado por hombres sordos, ciegos, cómplices y miserables!

Todo esto viene a cuento pues en La Mañanera del 17 de febrero de 2023, se hizo referencia a la represión que sufrió el pueblo Yaqui en la época del Porfiriato. Asimismo, se enfatizó: “En el caso de los pueblos Yaquis, además de los programas de bienestar se están llevando a cabo otras acciones muy importantes. Se está devolviéndole la tierra que les quitaron después de la resolución presidencial del presidente Lázaro Cárdenas”. Debemos estar atentos en que se cumpla el compromiso del gobierno, por llevar un poco de justicia al pueblo yaqui.

No soslayemos que, como sucede en general en los pueblos indígenas, no se aparta la lucha del pueblo yaqui de enfrentar en lo ordinaria la amenaza y acción del crimen organizado, el despojo de las riquezas evidentes e invisibles (agua, madera, gas, todo lo que encuentra sobre la escena y en lo subterráneo). Es una historia que pinta canas. De nuevo Galeano, éste comentaba en una historia no de ahora, lejana y paradójicamente presente, que “Los indios yaquis, del estado mexicano de Sonora, fueron sumergidos en un baño de sangre para que sus tierras, ricas en recursos minerales y fértiles para el cultivo, pudieran ser vendidas sin inconvenientes a diversos capitalistas norteamericanos. Los sobrevivientes eran deportados rumbo a las plantaciones de Yucatán. Así, la península de Yucatán se convirtió no sólo en el cementerio de los indígenas mayas que habían sido sus dueños, sino también en la tumba de los indios yaquis, que llegaban desde lejos […] dos tercios de los yaquis murieron durante el primer año de trabajo esclavo”. Galeano se apoya en la obra de John Kenneth Turner, México bárbaro. Es pertinente la pregunta: ¿Historia lejana?

Disculpen la mescolanza, ¡pero atendamos hasta dónde llega la miseria! La justificación ideológica acompañaba la acción militar. Recuerda Marx que “El parlamento británico declaró que la caza de hombres y el escalpar eran «recursos que Dios y la naturaleza habían puesto en sus manos». Marx lo cita, otro es el emisor.

Tengo claro que se trata de una historia brutal, que se condena, pero que reedita la brutalidad hacia los indios. No es la alusión a más de 500 años atrás, aunque no deja de alterar lo enunciado por Miguel León Portilla, en una lejana y cercana narración (Visión de los vencidos): “Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas”.

Por eso no se puede dejar de coincidir con Pablo González Casanova, cuando describe fielmente “La forma en que la autoridad mira al indio, en que lo hace sufrir, en que se divierte con él, en que se siente “inteligente” frente a él, en que lo humilla, en que lo intranquiliza, en que lo agrede, en que le habla de “tú”, todas son formas ligadas a la violencia del dominio y a la explotación colonial”. La autoridad no ceñida en lo histórico, no solamente a lo gubernamental, sino a una visión de supremacía racial, enquistada en la sociedad.

Mucha tarea de re-conocimiento histórico de los pueblos indígenas, del martirio perenne. Una deuda muy grande no resuelta.

Me cuesta trabajo imaginarme deseando la muerte de alguien. Sin embargo, atraviesa todas mis sensaciones el que Varela merecía la muerte. Aparte de Wilckens, habrá algún afecto familiar y de compañerismo que haya descansado con la muerte de Varela. Yo, en otra cronología, sin que se haya tratado de parientes y sin conocer aún la Patagonia, descanso.

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Profesor de la UAM 

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