Para Camilo, “que treinta años no es nada”

Tecnología nuestra que estás en las organizaciones, venga tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en la nube. En la historia reciente, los grandes avances tecnológicos han descolocado a la humanidad. En el campo de la Inteligencia Artificial (IA), sus efectos en el mundo del trabajo se han materializado en exclusión y desplazamientos de destacamentos enteros de trabajadores. Desde la otra orilla, se reflexiona: “Si una máquina puede reducir a la mitad la necesidad de mano de obra humana, ¿por qué en vez de prescindir de la mitad de los trabajadores no los empleamos a todos durante la mitad del tiempo? ¿Por qué no aprovechar la automatización para reducir la semana laboral de 40 horas a 30…?” (R. Skidelsky en Prada, 2019). Al mismo tiempo, en otro eje de tensión, en términos de gobernabilidad, la advertencia de robots humanoides que en una conferencia de la ONU planteaban –diseño de los tecnólogos de la IA incluido-, que “podrían dirigir el mundo mejor que los humanos al no tener los mismos prejuicios y emociones (“Advierten robots: gobernaremos mejor el mundo”, Reforma, 08/07/23).

Un filón de estos avances implacables forma parte del cibercapitalismo, como campos vinculatorios de las tecnologías más sofisticadas, en este caso aludiendo a las formas de vigilancia social y laboral. En este orden, I. Ramonet (El imperio de la vigilancia. Nadie está a salvo de la red global de espionaje, 2016) reflexionaba: "la pregunta relevante que plantea hoy la existencia de aparatos tipo Vizio es saber si estamos dispuestos a aceptar que nuestro televisor nos espíe". En este caso, se trata del consumo de tv.

Vámonos a otra forma de consumo, en este caso de la fuerza de trabajo. Para esto, extendamos la pregunta para ubicarnos como trabajadores en el piso de la fábrica, oficina, instalación bancaria, call center: ¿estamos dispuestos a aceptar que el conjunto de dispositivos electrónicos -tablets, ordenadores, celulares- nos espíen? Hay ambivalencia en la respuesta. Por un lado, en el entrenamiento social, en el que hemos sido adiestrados para dar nuestro consentimiento sistemáticamente, la respuesta parece evidente: ¡sí! Lo mismo a que aceptar cookies (recordemos que se trata, como se señala en las páginas electrónicas, de “archivos que contienen pequeños fragmentos de datos que se intercambian entre un equipo de usuario y un servidor web para identificar usuarios específicos”, pero decimos que sí), a que manejen nuestros datos personales o a la letra chica de los contratos, en las que no ponemos atención: sí. “A todo dices que sí, a nada dices que no para poder consumir”, tomando prestadas las palabras y otros sentido de P. Milanés. El confinamiento por la pandemia de covid-19 contribuyó, sin proponérselo, en este sentido afirmativo del control. Por otro lado, la respuesta de la disposición a aceptar la vigilancia sería un débilmente no: porque no queremos ser vigilados, por la lucha de los trabajadores por la autonomía y frente a los esquemas de control del proceso de trabajo, por el rechazo a las tecnologías. Empero, la fuerza de las costumbres van naturalizando la vigilancia y el control.

Sobre esto, X. Roncal (2021) pone la mirada en dos software de control utilizados en el piso de los espacios laborales, donde lo mismo se concentran trabajadores o

en las actividades de teletrabajo: DeskTime y Kickidler. No es algo extraño para nada en las organizaciones, pero sin ironías, invisibilizado para la mayoría de los trabajadores. En la historia del trabajo, en particular dentro del sistema capitalista, en los albores del siglo XX, y en un recorte aún mayor, con la denominada Administración Científica del Trabajo (taylorismo-fordismo), la vigilancia era corporal, visible, externa -cuadros profesionales encargados de esta tarea, fungiendo como supervisores y capataces-. El control de los cuerpos y movimientos siguió presente en espacios laborales que habían tomado distancia del taylorismo-fordismo, pero ahora con esquemas de vigilancia discreta (la Escuela de las Relaciones Humanas, un paradigma gerencial, como ejemplo), disminuyendo en consecuencia la necesidad de cuadros supervisores y capataces, y constituyéndose poco a poco en la antesala de esquemas de autovigilancia (las experiencias del toyotismo y del humanware –usos de la informática en todos los campos-, valgan como botones de muestra). La autovigilancia encuentra al principal actor del proceso en el propio trabajador y el equipo de trabajo. El mejor vigilante es uno mismo, planteaba E. Goffman.

DeskTime y Kickidler están circulando en las organizaciones, ganándose un lugar en la historia de la vigilancia y del control. El primero mide la productividad del equipo, una amplificación de la supervisión, instalándose discretamente en cada computadora del equipamiento que conforme la unidad productiva. Rehaciendo el sentido del taylorismo-fordismo, el objetivo es medir fehacientemente los tiempos de efectividad, de productividad, desde la primera llegada en el horario hasta el final de la jornada, así como el tiempo de dedicación, lo que dificulta para los trabajadores la posibilidad de encontrar porosidades en el dispositivo de control. Inclúyase, las idas al sanitario, los “llamados de la naturaleza”, como se tipificaba el uso de este tiempo en un viejo reglamento de trabajo en una vinagrería del siglo XIX estudiado por V. de Gaulejac. En lo que hace a Kickidler, se trata de un poderoso mecanismo de control de los trabajadores, como software de monitoreo de empleados. Se plantea que tiene un alcance de control mayor que el de DeskTime.

Hasta ahora hablamos del tránsito de la ventana indiscreta y la sala Gesell a la pantalla del ordenador (cf. ).

Esto es el principio de una discusión más amplia.

(Profesor de la UAM)

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