El próximo jueves se cumplen 50 años de la represión de que fueron objeto estudiantes del IPN y de la UNAM, el 10 de junio de 1971, quienes se manifestaban contra una nueva Ley Orgánica para la Universidad Autónoma de Nuevo León, contraria a la demanda de democratización de las instituciones de educación superior de la comunidad estudiantil.
La represión, ordenada por el presidente Luis Echeverría, y perpetrada por el grupo paramilitar denominado “Los Halcones” formó parte de una política estatal, que implementó estrategias de contrainsurgencia, con el fin de aniquilar toda expresión de inconformidad o disidencia política.
Esta política consolidó un sistema de control político, extendido en las instituciones educativas a través de grupos porriles dirigidos a contener a los jóvenes tras la insurrección estudiantil de 1968, instaurando las bases, de lo que sería la llamada Guerra Sucia del Estado mexicano contra sus opositores, la cual generó violaciones sistemáticas de derechos políticos y sociales en el país.
Contrario a lo esperado, la represión sacudió conciencias y abrió nuevas rutas de confrontación radical con el régimen, lo que dio lugar a diferentes expresiones tanto en movimientos armados radicales, como en una irrupción política y cultural diversa, que marcaron a nuevas generaciones de jóvenes de las izquierdas y las fuerzas democráticas, que permitieron en un primer momento una incipiente reforma política y más adelante, el fin del régimen autoritario y de muchas de sus instituciones arbitrarias y patriarcales.
A 50 años, este hecho sigue impactando la vida política de país. Muchos de los jóvenes que formaron parte de esos movimientos sociales, participan activamente en todos los espacios nuestra sociedad, incluidos los espacios de gobierno federal y locales.
A la fecha se desconoce en número real de estudiantes heridos o asesinados, el jueves de Corpus de 1971. Se ha reconocido a 37 jóvenes asesinados ese día, decenas de heridos y cientos de personas detenidas.
Remontar esos actos de oprobio, exige superar las inercias y resistencias que prevalecen de la vieja política gestada desde los sótanos del Estado, por una política de reconciliación, construcción de paz y respeto irrestricto de los derechos humanos, refrendando un compromiso por que la memoria sea una memoria viva, para que, hechos como éstos, no se vuelvan a repetir.
Para ello, es necesario saber la verdad y deslindar responsabilidades. Conocer el papel de las autoridades civiles y las fuerzas de seguridad, que instrumentaron prácticas de control y exterminio, no solo del movimiento estudiantil, sino de las organizaciones urbanas, campesinas y sindicales, así como de toda expresión cultural que contraviniera la postura del gobierno.
Persiste una deuda pendiente con las víctimas sobrevivientes y los colectivos que trabajan por el esclarecimiento de la guerra sucia, que han avanzado en identificar a quiénes fueron los responsables, cómo se tomaron las decisiones, dónde se ubicaron los centros de detención arbitraria, de tortura y de ejecución extrajudicial, así como las políticas contrainsurgentes para la desaparición de personas, para hacer justicia sobre estos delitos que no prescriben y deben ser sancionados.
Romper con los pactos de silencio y complicidades es uno de los retos más importantes, pues no podemos olvidar que los perpetradores, hasta hace poco tiempo, formaron parte del gobierno federal y de los gobiernos de muchas entidades del país. El compromiso con la verdad obliga al Estado a cumplir con su responsabilidad para garantizar la libertad y los derechos de todas las personas.
Medio siglo después no es posible entender la transición y la alternancia política en nuestro país, sin el papel que desempeñaron estos jóvenes rebeldes, que, desde la confrontación con un régimen absoluto y autoritario, sentaron los cimientos de la transformación del país.
Subsecretario de Derechos Humanos, Población y Migración.