El pasado 4 de febrero Nayib Bukele ganó con una mayoría arrasadora la reelección como presidente de El Salvador, con 82.66 por ciento de los votos, lo ha convertido en el presidente más votado en la historia de ese país con el 52.60 por ciento de participación ciudadana. Su contendiente, Manuel Flores, candidato de la izquierda, obtuvo el 6.25 por ciento de la votación, en tanto que el candidato derechista de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) obtuvo el 5.44 por ciento, lo que conlleva a la conformación de una mayoría absoluta en la Asamblea, lo que a juicio del propio mandatario es: “la primera vez que en un país existe un partido único en un sistema plenamente democrático, toda la oposición junta quedó pulverizada”.
Ello, a pesar de que la Constitución Política de este país no permite la reelección inmediata en al menos seis de sus artículos, al establecer que: “La alternabilidad en el ejercicio de la Presidencia de la República es indispensable para el mantenimiento de la forma de gobierno y sistema político establecidos. La violación de esta norma obliga a la insurrección”. En otro de sus artículos establece la pérdida de los derechos de ciudadano a quienes “suscriban actas, proclamas o adhesiones para promover o apoyar la reelección o la continuación del Presidente de la República, o empleen medios directos encaminados a ese fin”.
El Salvador, vivió en una dictadura desde 1931 hasta la guerra civil en los años ochenta que llegó a su fin tras la suscripción de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, comenzando una incipiente entrada a la democracia, que llevó al poder a Arena, el partido de las élites políticas, el cual se mantuvo durante 20 años en el poder (1994-2009). En 2009 el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, obtuvo su primera victoria como grupo político electoral manteniéndose hasta 2019, año en que perdió las elecciones tras un serio cuestionamiento de corrupción al gobierno del excomandante de las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí, Salvador Sánchez Cerén, lo que fue el caldo de cultivo favorable para el primer triunfo de Bukele, quien ese año rompió con el bipartidismo reinante.
El nuevo mandatario se presentó ante la opinión pública como un joven empresario, alejado de la política clásica, se posicionó como un hombre alejado de las ideologías, polarizando a la sociedad y estableciendo una política de mano dura ante el crimen que ha alejado a los electores de las urnas, pues la mayoría construida en este 2024 con una participación electoral de 3.2 millones de votos, es menor a las 5.2 millones de personas que participaron en 2019 y se sustenta en una estrategia del Estado, impulsada desde la Sala Constitucional que promovió una reforma que fue impuesta por la mayoría en la asamblea legislativa del partido en el poder, a fin de allanar el camino para contravenir el principio de no reelección en la Constitución y que minimiza la representación política de los partidos minoritarios.
Se trata de una estrategia que se sustenta en la idea de que la popularidad es más legítima que la legalidad, donde la noción de democracia es prescindible. Como el mismo presidente ha expresado en sus redes sociales y en sus entrevistas a medios internacionales cuando se autodefine como “El dictador más cool del mundo” o cuando su vicepresidente dice: “A esta gente que dice que se está desmantelando la democracia mi respuesta es: “Sí. No la estamos desmantelando, la estamos eliminando, la estamos destituyendo por algo nuevo con lo que se llama un régimen de excepción”.
Esta idea que parte de la popularidad como eje rector para el ejercicio del poder, ha permeado en el voto reciente en Ecuador y en Argentina. Discursos que violan los derechos elementales de todas las personas, abandonan las políticas de combate a la desigualdad, las políticas de género y de respeto a los derechos humanos y que cuestiona la representación de las minorías, son los votos que abren paso a quienes bajo el discurso de añoranza de la “mano dura” que dice estar por encima de todos los males sociales, busca restituir privilegios para unos cuantos.
Ello no implica dejar de lado el reconocer los equívocos y fracasos de gobiernos democráticamente electos, que si bien derrotaron a los gobiernos que sustentaron durante décadas las políticas neoliberales y despertaron esperanza y expectativas, la incapacidad para realizar transformaciones efectivas y en muchos casos, mantener las políticas y prácticas de los gobiernos que sustituyeron, generaron tal desencanto que han traído regresiones que tardará tiempo el remontar.
@A_Encinas_R