México enfrenta una severa crisis transexenal de violación a los derechos humanos. En materia de derechos a la integridad personal: ejecuciones extrajudiciales, masacres y varios cientos de miles de asesinatos; desaparición forzada y por particulares de más de 110,000 personas; tortura rutinaria, como parte de los “usos y costumbres” en los procesos de investigación penal; feminicidios y otros tipos de violencia contra la mujer; asesinatos, amenazas y persecución de periodistas y personas defensoras de derechos humanos; violación sistemática de los derechos humanos de las personas migrantes; trata de personas y esclavitud moderna, y un muy largo y doloroso etcétera. Especialistas coinciden en el rol causal de la impunidad en esta crisis: la falta de castigo, prácticamente garantizada, establece una estructura de incentivos que favorece la repetición de todo tipo de infracciones a la ley, incluyendo violaciones a los derechos humanos.

Los altísimos niveles de impunidad en México (alrededor de 98%, como es bien sabido) pueden ser parcialmente explicados  por la falta de capacidades de las instituciones del Estado Mexicano para investigar y procesar de manera diligente y castigar a los perpetradores de acuerdo con lo establecido por la ley. Ciertamente, México no cuenta con suficientes policías investigadores, fiscales y peritos forenses, y los que tiene no necesariamente tienen los conocimientos o habilidades técnicas o científicas requeridas y no cuentan con las herramientas tecnológicas y en general los recursos necesarios para resolver los delitos de manera eficiente. Sin duda, la falta de capacidades es parte de la explicación. Sin embargo, un análisis sobre las causas de la impunidad basado solamente  en la falta de capacidades es claramente incompleto, pues obscurece el papel de los intereses y por lo tanto de las preferencias y las intenciones de los actores estatales; tanto de la élite política como de las personas operadoras del sistema de administración e impartición de justicia. En el informe , identificamos la prevalencia de lo que llamamos la impunidad activa: es decir, la que resulta de las acciones u omisiones deliberadas por parte de las propias autoridades del sistema de justicia, con la intención de generar investigaciones fallidas y garantizar así la falta de rendición de cuentas para los perpetradores. El concepto de “impunidad activa” busca visibilizar que la impunidad no es simplente resultado de la falta de capacidades, el azar o la habilidad de los perpetradores para “cubrir sus huellas” y evadir la justicia; busca enfatizar que, a menudo, la impunidad es deliberadamente producida por las propias autoridades.

Uno de los casos incluidos en el análisis del informe arriba mencionado fue el de la desaparición forzada de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa que, prácticamente nueve años después, continúa impune: a pesar de las detenciones que se han hecho (algunas de ellas de alto perfil), a la fecha nadie ha sido aun sentenciado por desaparición forzada y no se ha podido determinar realmente qué pasó con la gran mayoría de los estudiantes.  Como lo ha demostrado el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en los seis informes que ha elaborado al respecto (el último de ellos presentado apenas el pasado 25 de julio), la impunidad en este caso no ha sido aleatoria o involuntaria, ni necesariamente resultado de la falta de capacidades de la fiscalía de Guerrero o de la Fiscalía General de la República, sino que ha sido afanosamente producida por autoridades estatales y federales, que mediante acciones y omisiones deliberadas han asegurado la generación de un proceso de investigación fallido.

Un análisis de casos de violaciones a los derechos humanos en México nos lleva a identificar siete mecanismos de la impunidad activa: i) alteración de la escena de los hechos y siembra de evidencia falsa; ii) negativa de recibir denuncias e iniciar investigaciones; iii) intimidación y amenazas a víctimas, familiares y testigos; iv) presentación de cargos en contra de las víctimas; v) intentos de manchar la reputación de las víctimas y sus acompañantes; vi) reticencia de las autoridades civiles a investigar a elementos de las Fuerzas Armadas, y vii) reticencia de las autoridades a investigar casos en que hay colusión entre el crimen organizado y actores o instituciones del Estado. En el caso de la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa, vemos en funcionamiento los mecanismos de alteración de la escena de los hechos y siembra de evidencia falsa; intentos de manchar la reputación de las víctimas y sus acompañantes; reticencia a investigar a elementos de las Fuerzas Armadas, y a investigar casos en que hay colusión entre el crimen organizado y agentes o instituciones del Estado.

La impunidad en el caso Ayotzinapa no ha sido “involuntaria” o simplemente resultado de la falta de capacidades; ha sido claramente activa. Si bien en algunos momentos  ciertos funcionarios se han esforzado por avanzar en las investigaciones, colaborando con el GIEI, las familias y sus representantes, al final del día se han impuesto las acciones y omisiones de otros actores y grupos de poder dentro del propio Estado que han buscado de manera deliberada asegurar el fracaso de las indagaciones y por lo tanto la impunidad.

La prevalencia de la impunidad activa en el caso Ayotzinapa es particularmente notable, dado el capital político que el mismo presidente ha puesto sobre la mesa. Esto señala la magnitud  del “poder de veto” de las Fuerzas Armadas y de las estructuras de “gobernanza criminal”, o la profundidad de la “captura del estado” por parte del crimen organizado en el país. Sin duda, esta constatación es una especie de verificación de la realidad en extremo preocupante y desalentadora.

Vicerrector Académico de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México.

Alejandro Anaya
Alejandro Anaya
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