Nosferatu (Estados Unidos, Reino Unido, Hungría, 2024), la versión del norteamericano Robert Eggers (apenas cuarto filme de una sólida carrera compuesta por The Witch, The Lighthouse, The Northman y ahora Nosferatu) al clásico homónimo de Friedrich Wilhem Murnau de 1922 es una celebración a la oscuridad por la oscuridad misma.
Maestro de los ambientes sombríos, junto con su cinefotógrafo de cabecera -Jarin Blaschke-, el director nos lleva por una cinta que técnicamente está hecha a color, pero que en el noventa por ciento de las escenas nos invade con una oscuridad palpable. No estamos ante la típica cinta donde no se ve nada, Eggers nos invita a entrar a la oscuridad, a sentirla y a verla en los ojos de sus protagonistas.
Todo lo que hasta el momento había filmado Robert Eggers claramente era un ejercicio para llegar a este punto: el puritanismo mortal y el placer del pacto demoníaco en The Witch (2015), la fisicalidad y el movimiento de cámara de The Northman (2022), la locura en tiempo real de The Lighthouse (2019).
Fascinado por las leyendas y los relatos que pasan de generación en generación, finalmente llega al relato más popular de todos, al más adaptado, copiado, homenajeado: al relato de Drácula, cuya primera adaptación al cine (con otro nombre por temas de derechos de autor) sigue siendo el mejor filme vampírico de todos los tiempos.
Eggers lo sabe, por lo que su versión de Nosferatu si bien es un homenaje por todo lo largo y ancho de la cinta, nunca es una copia, Eggers hace suyo el relato, lo llena de atmósferas ominosas, de oscuridad y de sexo pecaminosamente arrebatador. Le quita muchos grados de romanticismo pero le añade las capacidades técnicas de una cámara que sorprende en la belleza de sus planos fijos y en el dinamismo de su movimiento, de sus planos secuencia, de sus travellings, de sus encuadres, pero principalmente por el manejo de la luz. Y es que en su Nosferatu la oscuridad es una fuerza maldita que todo lo invade y que todo lo contamina.
Si la Nosferatu de 1922 era una sinfonía de terror, la de 2024 es una ópera de oscuridad y pulsión sexual.
No veo necesidad de hacer sinópsis de la trama, solo cabe decir que que todo el reparto cumple a cabalidad con sus personajes: el desesperado y desesperante (por pusilánime) Tomas Hutter (Nicholas Hoult), Ellen como la víctima del mismísimo Nosferatu, interpretada aquí por una Lily-Rose Depp posesionada por la Isabelle Adjani de Posesión (Zulawski, 1981), un Willem Defoe cuya presencia es icónica en el cine de Eggers, y finalmente un irreconocible (como ya es costumbre) Bill Skarsgård como el Conde Orlok, quien nada tiene que ver con la figura frágil del Orlok de Max Schreck en la cinta original.
Eggers claramente abreva de otras fuentes y versiones de Nosferatu (principalmente de la de Herzog con Klaus Kinski como el vampiro, 1979), del Fausto del propio Murnau (1926), referencia irremediablemente al Drácula de Coppola (1992) y hasta extrae al menos una idea del Alien de Scott (1979). Y es que, en una decisión que seguramente causará polémica, el director -a igual que lo hacía Ridley Scott con el xenomorfo- no muestra al vampiro sino hasta ya muy avanzada la película y nunca a plenitud. Lo que si escuchamos es esa voz profunda, terrorífica de un ente cuyo físico termina emparentado más con Lord Vader (Star Wars, 1977) que con el vampiro de 1922.
Tan hermosa como asfixiante, Nosferatu es ese tipo de películas donde cada fotograma es una obra de arte, donde la atmósfera invade al espectador y donde lo único que queda por hacer al finalizar la película es comprar otro boleto para verla una y otra vez.