El cuarto largometraje de Alonso Ruizpalacios es una experiencia inmersiva dentro de una cocina que se vive como una moderna Babilonia.

A primera vista, La Cocina (México, Estados Unidos, 2024), cuarto largometraje del afamado realizador mexicano Alonso Ruizpalacios (Güeros, Museo, Una película de policías) parece una pieza más del género “drama de cocina”, mismo que ha adquirido meteórica popularidad con la llegada de la multipremiada serie de televisión The Bear (2022 - ), pero que ya antes contaba con notables exponentes en cintas como Boiling Point (Barantini, 2021), The Menu (Mylod, 2022), Jiro Dreams of Sushi (Ono, 2011), y ya si me encarreran, hasta Ratatouille (Bird, Pinkava, 2007).

Pero La Cocina de Ruizpalacios se desmarca de todas las anteriores, en primer lugar porque lo que menos le puede importar al realizador mexicano es la comida, y en segundo lugar porque lo que realmente le importa a Ruizpalacios es esta cualidad de “pequeña Babilonia” en la que se tornan las cocinas de los restaurantes, particularmente los gringos y específicamente los de Nueva York. Es un microcosmos que representa con gran fidelidad la relación siempre tensa (hoy más que nunca) de los migrantes con los Estados Unidos.

Basada en la obra de teatro homónima escrita por Arnold Wesker (The Kitchen, 1957), la película inicia con el punto de vista de un personaje que (como nosotros) es nuevo en este mundo. Estella (Anna Díaz), es una joven que llega de Puebla (de Huauchinango, para ser más exactos) enviada por la madre de Pedro (Raúl Briones) para que este la coloque en el restaurante donde ya lleva tiempo trabajando como cocinero.

Lo que encuentra la joven poblana es un ambiente tremendamente hostil. De entrada, todo el mundo le habla en inglés a pesar de que la mayoría de los allí residentes habla (después nos enteramos) aunque sea un poquito de español. Luego está el nefasto encargado de recursos humanos, quien le informa que tiene que pagar $50 dólares por no sé qué documento que necesita para trabajar, no sin previo coqueteo -ése sí- en español (“estás muy bonita”).

Como sea, Estella (o la Sanborns, como socarronamente la apodan sus cábulas compañeros) no es más que una herramienta del guión para que conozcamos el teje-maneje de esta cocina multinacional donde el líder de facto es Pedro (un perfecto Raúl Briones), otro mexicano que presume de una personalidad por demás arrogante: es el clásico listillo que cree que sabe todo, que reta a todos, que trabaja poco y habla mucho, no obstante en teoría es muy bueno en su trabajo, aunque de eso vemos poco.

Pedro anda de novio con Julia (Rooney Mara) quien por momentos no queda claro si quiere o no estar en esa relación, tal vez porque ya lleva algunos meses de embarazo, lo cual la obligará a tomar una decisión.

También tenemos el McGuffin de la historia: hace falta dinero en la caja del restaurante y hay que investigar quién de los empleados se lo robó. El principal sospechoso es el mexicano.

Las historias de los protagónicos no son las más interesantes del menú: donde realmente está el sabor es en los personajes secundarios, cocineros de todas nacionalidades cuyas historias reflejan el dolor, la melancolía y el pesar de la vida migrante: “Hay días en que me duele la cabeza de pensar tanto en inglés”.

Con el montaje tremendamente ágil del siempre efectivo editor de cabecera de Ruizpalacios, Yibrán Asuad, y la imagen a blanco y negro del experimentado Juan Pablo Ramírez, quien demuestra gran habilidad en su manejo de la cámara, La Cocina se convierte en un derroche de estilo y pericia técnica, un estudio de cómo crear un lenguaje visual siempre ágil en espacios por demás confinados: esos estrechos pasillos de una cocina donde es posible palpar el calor de la estufa, sentir el vapor que emana de las ollas, y contagiarse de la desesperación de un grupo de cocineros que en la rush hour se convierten en unos soldados en guerra atrapados en un breve espacio que nos evoca a un submarino en pleno ataque.

Ruizpalacios sabe armar varios momentos que resultan por demás memorables, como aquella secuencia de insultos en varios idiomas, las pláticas sobre el gusto de los cocineros por las mujeres rubias (“las gringas huelen a auto nuevo”), el “show stopper” de la plática en el patio trasero del restaurante (“¿Cuál es tu sueño?”), y por supuesto, el esperado pero no por ello menos extraordinario e hipnótico plano secuencia de la hora pico del restaurante donde el caos se vuelve absolutamente inmersivo.

Pero no todo es músculo técnico. En una secuencia (la más lograda para quien esto escribe, incluso por arriba del famoso plano secuencia), Pedro habla por teléfono a casa, a su natal Puebla. Mientras espera a que su padre tome el teléfono, los sonidos ambiente de su hogar se cuelan en la llamada y él los recuerda como imágenes en un sueño.

El mayor logro de esta cinta es justo ese, expresar la angustia migrante más allá de la migra, y de la green card, esa añoranza terrible por el terruño mezclada por el deseo de la vida mejor que se negó en casa. Una contradicción que los migrantes viven con intensidad todos los días.

El final es problemático, ¿realmente el “malévolo” patrón es un explotador que casi casi crucifica a sus empleados? No me parece, pero lo que sí es cierto es que en efecto, sus empleados tienen la capacidad de detener su mundo, de detener el sistema, de detener al capitalismo. Que nunca llegue ese Día sin Mexicanos (Arau, 2004), porque entonces sí, a ver cómo se las arregla Mr. Trump.

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