Fenómeno irrepetible, inexplicable y trascendental de la televisión mexicana. Paco Stanley fue, es (¿y será?), uno de los personajes más queridos por la audiencia televisiva en México. Uno de los productos más depurados de la televisora de los Azcárraga, Stanley desafiaba las reglas: no se necesitaba ser un galán de telenovela para conquistar al televidente y tomar por asalto la televisión, bastaba con tener toneladas de carisma y un enorme sentido del humor.

Ídolo indiscutible, durante varios años en las décadas de los ochenta y noventa, las tardes de la televisión mexicana (que no son sino las tardes de México mismo) le pertenecían a Paco, a sus bailes, a sus bromas pesadas (a veces pesadisimas), a los productos que promocionaba y al trato, cada vez más rudo, de bully consumado, hacia sus patiños: Benito Castro y principalmente hacia Mayito, Mario Bezares.

El brutal asesinato de Paco Stanley (36 disparos, de los cuales cuatro fueron los tiros mortales) fue la pieza de dominó que desató toda una serie de eventos que terminaron por marcar a la sociedad, a la política y a la sensación de peligro que se vive en la hoy nombrada CDMX. La muerte de Stanley fue, para una generación, el inicio de una oleada de violencia que a 24 años de distancia no termina, al contrario, se eleva más y más en deterioro no sólo de nuestra percepción de creciente inseguridad sino en nuestra capacidad de sorpresa: hoy día, ya no es del todo extraño escuchar que a alguien lo balearon, a plena luz del día, y sin que las investigaciones lleguen a nada. Stanley solo sería la primera víctima famosa en una larga noche de violencia para la ciudad y el país entero.

Esa cualidad de caja de pandora mezclada con escándalo mediático en que se convirtió el asesinato de Stanley es narrada con enorme efectividad (y sin dejar un solo cabo suelto) en El Show: Crónica de un Asesinato, miniserie de cinco capítulos escrita y dirigida por el periodista vuelto cineasta Diego Enrique Osorno (El Alcalde1994: Poder, Rebeldía y Crimen en México, Vaquero del Mediodía).

Osorno y su equipo deshojan la margarita del caso Stanley mediante una serie de entrevistas a prácticamente todos los involucrados, desde los más obvios como pueden ser Mario Bezares, su esposa Brenda, Verónica Macías, Benito Castro, Lalo Salazar (el periodista que desde el helicóptero de Televisa reportó los hechos durante aquel fatídico junio de 1999), José Cabello, productor de muchos de los programas de Stanley y amigo personal del comediante, Manuel R. Ajenjo, guionista responsable de uno de los programas de comedia más importantes de la televisión mexicana: La Carabina de Ambrosio.

Pero el director no quiere navegar en la superficie, sabe que el asesinato de Stanley, si bien se convirtió en un show mediático desde el día uno (“Fue como si hubiesen matado a un presidente”) tornó en suceso que marcó social, política y culturalmente al país. Sorpresivamente, Osorno sienta en la misma silla tanto a Emilio Azcárraga como al siempre petulante Carlos Salinas Pliego (“el gordo aquel era muy querido por el pueblo”) y hasta el mismísimo Cuauhtémoc Cárdenas, el entonces Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, al cual el escándalo le empañó el tramo final de su gestión en la ciudad, y probablemente hasta su candidatura presidencial.

Y es que el asesinato fue usado como ariete por parte de TV Azteca (y en menor medida también por Televisa) para atacar al primer gobierno de izquierda que gobernó la Ciudad de México. Todos recordamos la delirante perorata al aire de Jorge Garralda pidiendo la renuncia de Cárdenas, seguida por el no menos explosivo discurso de Salinas Pliego en la misma dirección.

La estrategia político-mediática de Azteca dejó como infame legado el encumbramiento del peor show de amarillismo disfrazado de periodismo de denuncia, cuyo producto más famoso fue Duro y Directo y los reportajes de Lily Téllez acosando al procurador Samuel del Villar. Los infames “Hermanos Brenan” y la propia periodista (hoy diputada y precandidata a la presidencia), son también cuestionados por Osorno. En este momento ya no queda duda: el documental irá por todo, sin dejar una sola arista del fenómeno sin analizar.

Mención aparte merece Benito Castro, quien sin temor alguno confiesa no solo su adicción a la cocaína sino confirma los rumores sobre las adicciones de Stanley, su acoso insistente a varias mujeres, y sus amistades del mundo del narcotráfico.

La narrativa del documental es por demás efectiva, el ritmo a veces vertiginoso, a veces pausado, da espacio a un delicioso matiz de humor negro que sin faltar el respeto a nadie, hace énfasis en el gran absurdo que permea al caso: líos de faldas, probables infidelidades, humillaciones al aire, bailes ridículos, bolsas de supuesta cocaína tiradas por error frente a las cámaras, taqueros consternados, edecanes involucradas, y un público que, divertido, ríe y ríe sin sospechar nada (Paco leyendo al aire una llamada del Mayo Zambada).

La estrella del documental es la edición a cargo de Pedro G. García, quién inyecta una armonía audaz y vertiginosa a una narración que nunca se empantana ni se pierde entre la gran cantidad de entrevistas y el interesante material de archivo que se muestra. La historia tal cual se cuenta sola en voz de los testigos, los involucrados, incluso los acusados.

Osorno no deja de señalar el absurdo de la televisión mexicana, que se permea al absurdo de la política nacional. Mayito, Paola Durante y el “Cholo” probablemente seguirían en la cárcel de no ser porque el país vivía un cambio de gobierno, momento idóneo para las negociaciones políticas. Curioso que muchos de los actores en este show mediático sigan siendo protagonistas de la política nacional: Lily Téllez, Cuauhtémoc Cárdenas, Rosario Robles, Salinas Pliego y claro, Andrés Manuel López Obrador.

La conclusión final es deprimente. Queda claro que la sombra del narco opera en la vida nacional desde mucho tiempo atrás y lo sigue haciendo con total impunidad. Aquello en todo caso fue el primer vistazo al batidero de sangre, balazos y muerte que estábamos por vivir. Mientras, el público sigue con hambre de risas, de bailes, de un personaje que, como Paco, al menos les haga olvidar por unos instantes, el infierno que está allá afuera. El show debe continuar.

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