Poseedora de un estilo visual único que al tiempo sabe mostrar los horrores de nuestro país junto con la belleza inherente de sus paisajes, el nuevo largometraje documental de Tatiana Huezo, El Eco (Estados Unidos, Alemania, 2023) es una de las piezas más depuradas de su filmografía.

Situada en un poblado conocido como El Eco, en la sierra de Puebla, Huezo lleva su cámara (a cargo de su fotógrafo de cabecera y cómplice de sus últimos filmes, Ernesto Pardo) para mimetizarse con sus pobladores. Y es que en este caso, a diferencia de sus documentales anteriores -El lugar más pequeño (2011), Tempestad (2016)- no tenemos las clásicas cabezas parlantes ni voces en off que narren la acción: aquí todo sucede naturalmente a cuadro, como si la cámara no existiera en absoluto.

Así, Huezo y Pardo son (junto con nosotros) el testigo invisible en la vida de esta comunidad de no más de cien habitantes, siguiendo particularmente a tres niñas, Montse, Luzma y Sarahí, quienes viven un proceso de crecimiento y dudas: cada vez hacen preguntas más complejas a la vez que empiezan a perfilar lo que quieren ser en el futuro.

La pobreza resulta inherente en el lugar, pero a Huezo no le importa hacer hincapié en lo obvio: su lente no busca hacer un retrato social, económico o político, lo suyo es mirar a este pueblo desde el humanismo más sincero, aquel que ve a sus personajes no como entes sociopolíticos ni como víctimas de un sistema, sino como seres humanos en la misma búsqueda que todos nosotros: una vida mejor.

Ello no implica que estas niñas lo lleven fácil. Sus responsabilidades rebasan en algunos casos lo que corresponde a su pequeña edad. Así sucede con Monste, a quien le toca cuidar a su muy anciana abuela: la baña, le da de comer, le prueba diferentes lentes, pero sobre todo platica con ella.

Luzma por su parte tiene que ayudar a su mamá a cuidar a los borregos, que de repente se salen del redil y hay que buscarlos en medio de una pertinaz lluvia. Y Sarahí, la más pequeña, se toma muy en serio su papel como maestra de sus compañeros más chiquitos en la escuela. En una de las mejores secuencias de la película (y me atrevo a decir que de la carrera de Tatiana Huezo) vemos a Sarahí dando con toda devoción su clase, mientras que la cámara nos revela que sus alumnos son sus propias muñecas a la vez que un perrito, muy atento, asoma por debajo de la puerta para él también tomar la clase.

La cotidianidad de estas niñas es todo menos rutinaria, a cada paso que dan, las dudas se incrementan y su visión sobre lo que quieren para ellas se nutre con los micromachismos que van descubriendo a su alrededor: la historia de la abuela, una cantante que dejó todo por cuidar a sus hijos y al marido, la historia de la madre que a los catorce “se juntó” con un hombre y tuvo que dejar la escuela para cuidar a los hijos, o los dichos del padre, quien instruye a uno de sus hijos a no levantar los platos de la mesa puesto que “para eso están las mujeres”.

Son justo los ecos de la vida de sus padres que resuenan en los oídos de Montse, Luzma y Sarahí, quienes empiezan a imaginar un futuro distinto, ya sea como veterinarias, o de plano como soldados del ejército mexicano.

Sin tremendismo de ninguna especie, sin la pornomiseria que a tantos documentalistas les encanta retratar, Tatiana Huezo tiene en ‘El Eco’ una de sus mejores cintas, un híbrido que lo mismo roza ficción con realidad, con personajes entrañables que muestran algo que hasta ahora estaba ausente de la filmografía de la directora: un atisbo de esperanza.

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