Nota: este texto tiene “spoilers” menores.

Deadpool And Wolverine (EU,2024) es lo más cercano que Marvel ha estado de hacer porno: la historia es un accesorio, lo que importa es mostrar, enseñar, exhibir -vía una gran cantidad de cameos- todo aquello que excita a los fans de Marvel.

¿Wolverine con traje amarillo como en los cómics? Adelante, aquí lo tienen (“Solo tomó veinte años para que sucediera”), ¿Referencias a portadas clásicas como la del Incredible Hulk #340? No hay problema, va con todo y chiste sobre John Byrne. ¿Wolverine con su máscara clásica? Claro que sí, amiguito, a la orden, no le hace que Hugh Jackman se vea un poco ridículo con ella.

Desde Avengers: Endgame (2019) -y pasando por Spider-Man: No Way Home (2021)- no habíamos visto tal despliegue de complacencia de la empresa hacia sus fans.

La ficción emula la realidad: así como Reynolds rescata a Hugh Jackman del cementerio de lo que alguna vez fue la 20th Century Fox para darle vida una vez más a un personaje del cual ya había anunciado el retiro, Deadpool hace lo mismo con Wolverine, quien oficialmente ya estaba muerto después de la muy celebrada LOGAN (Mangold,2017). Claro, tan muerto como se puede estar en el mundo de los cómics.

El guión (es un decir) no dista mucho de ser un memo de la empresa sazonado chistes corporativos que presumen una muy calculada irreverencia. Amigas y amigos, les informamos que la empresa compró a la 20th Century Fox, por lo que rescataremos los personajes que le pertenecían (X-Men, Fantastic Four, entre otros) para dar borrón y cuenta nueva.

La obligación contractual de hacer a Deadpool un personaje del MCU parece un error: ello le inyecta al personaje un flujo de solemnidad que va en vía contraria a su espíritu. Así, los peores momentos de la película son aquellos donde se tienen que explicar cosas (que si las líneas del tiempo, que si van a borrar tu universo, que si Kevin Feige) o en los que se les exige a los personajes una gravedad a todas luces impostada.

Curiosamente, la mayoría de las referencias no las va a entender el público más joven. Esta cinta es un abrazo a la generación que en los albores del siglo XXI llenaron la salas para ver por primera vez a los X-Men en pantalla grande, que vieron el segundo desastre de adaptación de los Cuatro Fantásticos (el primero fue aquella película enlatada producida por Roger Corman, never forget) y que en general fueron testigos del nacimiento del MCU antes de que se llamara MCU.

Y estos son los guiños menos sofisticados, la película cuenta con todo un arsenal de referencias para los fans más recalcitrantes al grado que, para la mayoría del público, esta será una gran fiesta en la cual no todos se sentirán invitados.

Esta es la primera película del MCU con clasificación C, es decir, sólo para adultos. Marvel decidió que los nerds ya están grandes como para ver sangre, escuchar chistes de traseros, de cocaína y de pegging. En realidad no hay nada que pueda llamarse “adulto” en esta película.

Los mejores momentos de esta cinta son aquellos donde todo se hace en pos de un chiste: así sea quemarse millones de dólares en un cameo o una pelea espectacular pero sin sentido.

Esto provoca que la película se sienta vacía, mucho más vacía que las originales. Es tal la necesidad de mostrar, de excitar, de complacer al público que no pocos personajes están ahí simplemente para aparecer, inmóviles y sin diálogos. De hecho Wolverine -es decir Hugh Jackman- todo el tiempo parece un espectador más de una película que lleva su nombre.

Como suele pasar en este tipo de filmes, lo más conveniente es bajar las expectativas. La cinta no deja de tener momentos auténticamente divertidos: como el homenaje al hombre que realmente inició todo en el MCU (John Favreau, claro), el sangriento inicio a ritmo de NSYNC, la interpretación siempre al borde de Matthew Macfadyen (único en toda la película que si actúa), la metralla de chistes que todo el tiempo dispara Deadpool, y aquel homenaje al cine de Park Chan-wook (Oldboy, 2023) a ritmo de Madonna.

Ello compensa hasta cierto punto los inexplicables momentos de solemnidad, los interminables diálogos de exposición, la cantidad enorme de sinsentidos (que si la TVA, que si el monstruo tal, que si la hija de Charles… puff), el grosero product placement (para eso sirvió la clasificación R, para vender alcohol) y en general el desastre de un guión escrito a diez manos (entre ellas, las del propio Ryan Reynolds) que no podría ser más perezoso en su desarrollo: “vamos a darles lo que vinieron a ver”.

Lo que no tiene perdón es el pobre diseño visual y de producción. La película en todo momento se ve como un sketch de SNL. No hay escenario que no se vea como un set de televisión. La referencia al cine de George Miller parece más un insulto que un homenaje: nunca un mundo post-apocalíptico tipo Mad Max se había visto tan falso.

De entre todo este festín de humor corporativo y de insolencia calculada destaca el único aspecto honesto de la cinta: esto no es sino un homenaje muy sincero de Ryan Reynolds a la carrera de Hugh Jackman, una carrera que se ha limitado a interpretar -¡pero como nadie, hermano, como nadie!- a Wolverine.

Y es también un homenaje a una época donde el cine de superhéroes renacía con nueva sangre, una época donde la cosas eran mucho más sencillas, sin tantos vericuetos, y ciertamente sin multiversos. La escena inter-créditos (¿la mejor de todo el MCU?) nos hace ver nuestra edad, provocando que salgamos de la sala sintiéndonos muy, muy viejos.

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