Nada en Asteroid City - el décimo largometraje de Wes Anderson- es lo que parece. Para empezar, la “Ciudad Asteroide” en realidad es un pueblito rabón en medio de la nada donde hay un comedor, un hotel con baño comunitario, un taller mecánico, un puente a medio terminar y la única atracción turística del lugar: el cráter que dejó hace miles de años un meteorito (que no asteroide) del tamaño de una bola de boliche.

El primero en llegar al pueblo es Augie Steenbeck (Jason Schwartzman), fotógrafo de guerra y padre de tres adorables niñas, junto con su hijo mayor, Woodrow (Jake Ryan). Su auto se descompone y quedan varados en el lugar. Parece un viaje familiar, pero en realidad Augie está llevando a sus hijas para que se queden con su abuelo, (Tom Hanks interpretando al ausente Bill Murray). Las razones de esto último me las ahorraré para que no me acusen de revelar partes importantes de la trama.

Al lugar llegan varios adolescentes junto con sus padres, y es que en esas fechas se celebra un concurso de inventos científicos infantiles como parte de los festejos por el aniversario del impacto del famoso meteorito. Entre estos personajes destaca una guapa actriz, Midge Campbell (Scarlett Johansson) con una permanente actitud de femme fatalle pero que en realidad (eso dice ella) la gusta no tanto el drama sino la comedia. Llega al pueblo para acompañar a su hija, Dinah (Grace Edwards), quien a su vez empieza a tener un crush con Woodrow.

De igual forma Augie comienza a interesarse por Midge. Ambos comparten cabañas contiguas y sostienen largas pláticas a través de sus respectivas ventanas (cuidando siempre el encuadre simétrico, firma indeleble del estilo Anderson). Son pláticas sobre la vida, la pérdida, la muerte y los deseos no cumplidos.

El horizonte montañoso parece y es falso, se trata de pinturas mate, y los sets tampoco están en Hollywood, ni siquiera en Estados Unidos: la película se filmó (sepa dios por qué) en España. La constante es la misma: nada es lo que parece.

Incluso la película misma porque (y esto probablemente sea un ligero spoiler) resulta que lo que vemos no es sino una obra de teatro, escrita por Conrad Earp (Edward Norton), dirigida por Schubert Green (Adrien Brody) y cuyo proceso creativo es narrado -cual si se tratara de un especial televisivo- mediante un presentador interpretado por Bryan Cranston.

Así, Anderson nos presenta un cuidadoso juego de muñecas rusas en lo que sin duda es una de las películas más ambiciosas de su carrera. Una historia dentro de una historia dentro de una historia, pasando de blanco y negro y viceversa. Con personajes que casi por antojo rompen la ilusión y pasan de un plano (el teatro) a otro (la realidad) sin problema alguno.

Después viene lo absolutamente inesperado: en medio de los festejos y el concurso de inventos infantiles (que no lo son tanto, alguien inventa tal cual un rayo láser), del cielo aparece un platillo volador del cual desciende un marciano alto, delgado, de ojos saltones. Sin decir absolutamente nada, y ante el pasmo de todo el pueblo, toma el famoso meteorito y se va.

El protocolo militar y del gobierno ordenan una cuarentena en todo el pueblo, lo cual obliga a sus visitantes a relacionarse más entre ellos, conocerse e incluso, ¿enamorarse?

Wes Anderson entrega una divertida fábula, llena de temas al parecer inconexos pero que al final todos llegan al mismo puerto: reflexionar sobre el significado de la vida, los deseos, la pérdida, el espacio y el futuro. Todo sucede con un muy agradecible sentido del humor (seco, como debe ser en toda película de Anderson, pero humor al fin) y una troupe de actores impresionante, aunque en su gran mayoría se trata de cameos extendidos.

Scarlett Johansson es la que destaca entre la multitud de intérpretes. Una presencia casi onírica, hermosa, melancólica, que define la película misma.

Es una cinta que inicia lento pero que poco a poco va generando interés. La consabida estética Anderson está presente como nunca: el color amarillo preponderante, su siempre particular manejo del encuadre y los espacios, los actores actuando como viñetas, y los sentimientos, que se presentan cual si fueran también un prop puesto ahí por el diseñador de producción.

No es un desastre ni mucho menos, pero si es una llamada de atención: ¿cuánto más le alcanzará este estilo a Anderson para seguir haciendo películas? Urge que Anderson evolucione en esta estética que hasta la I.A. más torpe es capaz de emular.

Porque si bien visitar estos mundos bonitos, llenos de viñetas y humor parco no deja de ser agradable, cierto es también que se ha tornado en un ritual sumamente repetitivo, casi como una prisión de colores pastel.

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