A Quiet Place: Day One (E.U.A., U.K., 2024), la precuela a la exitosa A Quiet Place (2018, Krasinski), es tres películas en una: un filme de survival horror con algunos momentos bien logrados, una inesperada (y por tanto algo ridícula) película romántica, y una muy improbable y algo desesperante cinta sobre un gato que recorre las calles de Nueva York mientras esta es invadida por alienígenas. Al gato, para confort del respetable, nunca le pasará nada.
Ridículo.
Y antes de que me ataquen aclaro: amo a los gatos, y en completo abuso de este espacio mencionaré a los dos gatos de mi vida, Mandala, quien desafortunadamente ya falleció, y Haneke, quien sigue con nosotros a pesar de una enfermedad reciente.
¿Alguno de ellos habría sobrevivido a un ataque alienígena en pleno Nueva York, con explosiones, gritos y entes depredadores que al menor ruido que hagas te ubican y te matan? Probablemente si, lo que no es plausible es que ni Mandala ni Haneke, luego de perderse una y otra y otra vez en medio de este escenario post-apocalíptico, dieran conmigo. Porque para empezar, seguramente yo ya estaría muerto, y para seguir, a ellos les valdría completamente madre dónde me encuentro o si estoy bien. Son gatos: les importa sobrevivir y punto.
De hecho hay un momento que pensé que la película se trataría solamente del gato, sobreviviendo como en el videojuego Stray (Annapurna Interactive). Es un gran juego pero, si les gustan los gatos, no lo jueguen porque se trata de un gatito (el jugador) que debe sobrevivir en una ciudad amurallada por robots, máquinas y organismos mutantes. Es muy angustiante.
No he podido acabar ese juego, muero cientos de veces. ¿Pero saben quién nunca muere? El gato de A Quiet Place: Day One. Al principio lo agradeces, porque nadie quiere ver morir un gato, pero ya para la tercera o cuarta vez que el gato se pierde y regresa, se vuelve absurdo.
El gato de marras pertenece a Samira (Lupita Nyong’o), una mujer con cáncer en fase cuatro. Sam vive en una especie de hospital junto con otros compañeros suyos también en fase terminal. Como parte de las actividades, los enfermos van en un camión rumbo a Nueva York de paseo, pero a Sam solo le interesa una cosa: comer una rebanada de pizza en su restaurante favorito de Harlem, Patsy 's. Lo malo es que este viaje sucede justo el día de la invasión alienígena que dio pie a la primera película y que ahora seremos testigos de cómo inició todo. O casi.
Resulta interesante que el personaje principal en una película de survival horror (horror de supervivencia) sea justamente alguien a quién ya no le importa tanto sobrevivir. Ello no le resta voluntad y entereza a Sam, quien literalmente a contracorriente decide que si va a morir no lo hará sin antes ir a Harlem por su muy deseada pizza.
Las escenas las hemos visto antes: las calles de una ciudad monumental vacía, la destrucción masiva, las explosiones, y el éxodo de personas que van buscando cómo ponerse a salvo. Pero no Sam, ella quiere su pizza.
En el camino, su gato (llamado Frodo, y que en realidad se trata de dos gatos actores) se le escapará entre las manos y regresará a ella mágicamente una y otra vez. En una de esas tantas vueltas, el gato trae consigo a un “amigo”, Eric (Joseph Quinn), un inglés que se acababa de mudar a Nueva York y que de buenas a primeras decide quedarse junto con Sam y su minino.
¿Por qué? Pues porque así lo quiso el guión (escrito por el propio director, Michael Sarnoski). Y qué bueno, porque si algo salva del desastre a este pastiche es justamente esta pareja que proyecta una gran química y fragilidad en pantalla. Ambos lo dicen todo con la mirada y el silencio. Uno viene a esta película por los trancazos, por los aliens, pero Sarnoski consigue que nos quedemos por los humanos, por esta pareja que más que sobrevivir, busca darle sentido a la vida en medio del caos, así ese sentido sea una triste pizza.
Como es de esperarse, la cinta no tiene mucho diálogo, no obstante la película logra atrapar incluso al público más reticente: aquellos que creen que cuando los personajes en una película dejan de hablar es el momento para que el público lo haga. A diferencia de aquella vez que vi la cinta original, aquí nadie, absolutamente nadie habló durante la película.
Esto es algo que ya no se ve a diario en el cine de Hollywood: la cinta obliga a su director a mostrar en lugar de explicar, y ello lo hace muy bien Sarnoski durante los escasos 100 minutos que dura la película.
En su magnífica ópera prima, PIG (2021), Michael Sarnoski narraba la historia de un chef retirado al cual le secuestran su cerdito mascota. El animal se convertía en el McGuffin que detonaba toda la acción de aquel delirante y apasionado filme. Sarnoski al parecer tiene un tema con los animales, aquí el gatito es el McGuffin que hace avanzar la trama, pero como esto se trata de un blockbuster, no puede hacer lo obvio, que sería matar al triste gato que evidentemente o se habría perdido a la primera explosión o hubiera sido presa de los alienígenas al primer maullido. La única opción es tomarse literalmente aquello de que los gatos tienen nueve vidas y sostener, ridículamente, durante toda la película, que al gato no le pase absolutamente nada.
No obstante he decidido que lo anterior no me importe: me quedo con las otras dos películas, la de emocionantes secuencias (gran edición de audio, véanla en IMAX) de una ciudad icónica destruida por los alienígenas (ya sé, no es la primera vez, ni será la última), y la de dos seres humanos que conectan justo al borde del fin del mundo, y con música de Nina Simone de fondo.
Bravo.