La Ciudad de México, en su inmensidad, tiene dos avenidas muy importantes: avenida Masaryk, que es la más cara y exclusiva de América Latina, y avenida Insurgentes, una de las más largas del mundo. Esta ciudad titánica en su inmensidad es también la ciudad que nos acerca a la realidad del mundo en cada acera. La violencia no tiene territorios, se apropia de calles y avenidas, ignora su importancia o su tamaño y simplemente actúa y oprime algunas veces cobijada por la impunidad.

La gentrificación y estos fenómenos de desplazamiento traen consigo muchos más parámetros que exclusividad en la vivienda y el comercio, también traían consigo, por lo menos en el imaginario, seguridad. Podríamos leer esas dos palabras como justificación de los altos costos de habitar esa zona: seguridad y exclusividad. La realidad es otra. La realidad es que la violencia no segrega entre clases sociales, si acaso las matiza. La violencia, sobre todo de género, nos tiene caladas hasta los huesos.

Hace apenas unos días, y se me corta la voz al recordarlo, una mujer, más allá de su fama o sus logros para reconocerla, fue asesinada en la mesa de un restaurante en manos de quien era su marido. El asesinato ocurrió justamente al lado de avenida Insurgentes, en un restaurante.

Los feminicidios no suceden sólo en las cloacas ni en los escenarios armados que televisan para tener rating en vez de ejercer justicia. Los feminicidios suceden en cualquier lugar y a cualquier hora. Los asesinos son maridos y amantes, parejas. Por eso alguna vez les mal llamaron crímenes pasionales, porque justificaron durante años la violencia en nombre de la pasión, pero la realidad de la violencia es otra. Los agresores matan por el odio e impunidad. Cuántos casos hay archivados sobre los cientos y cientos de feminicidios reportados en las últimas décadas. Cuántos asesinos sueltos.

Cristina Rivera Garza escribe en El invencible verano de Liliana cómo la justicia en este país es inexistente para las víctimas, y confiesa la frustración y el peligro de vivir con la impunidad de los asesinos que andan sueltos por la indiferencia de las autoridades.

El caso de la cantante Yrma Lydya Gamboa, la mujer asesinada en el restaurante Suntory hace unas noches, es de profunda indignación y tristeza, porque las mujeres asesinadas no son un número ni una estadística, son personas que les arrebataron la vida por el simple hecho de ser mujeres en manos de un feminicida.

Cuántas mujeres asesinadas, cuántas marchas, cuántos monumentos bastan para cambiar esta realidad.

Los ciudadanos debemos entender el problema. Encararlo como se encara una enfermedad, un cáncer. La violencia de género no son hechos aislados, no pertenecen a un solo estrato social ni a la política. La violencia debemos nombrarla y señalarla, detenerla.

Abrir los ojos y entender que 90% de las violaciones contra niñas en México sucede en el entorno familiar. Hemos normalizado la violencia hasta el punto de que nos ha costado la vida.

Lo normal es que no exista la violencia, no ignorarla ni “entenderla” ni justificarla. Por eso es tan importante nombrar las cosas como son. Por eso es indignante cuando la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum Pardo, señala que la Ciudad de México es una de las ciudades más seguras del mundo, cuando no lo es, porque si lo fuera, Yrma Lydya Gamboa y miles de mujeres más no habrían muerto en las manos de un feminicida.

Twitter: @alepuente100

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