Cada vez tolero menos las películas en las que la Navidad tiene nieve y todo se resuelve al final como por arte de magia.
No me malinterpreten, me encanta lo que envuelve a estas fechas, sobre todo porque nos hace recordar la importancia de estar unidos, parar, reflexionar.
Sin estas oportunidades para pensar quienes hemos sido y quienes queremos ser, sería imposible comenzar de nuevo, tener una nueva agenda para llenar.
Con suerte, mejor que el año anterior. Porque de eso va nuestro paso por este mundo, de aprender.
Con el tiempo te das cuenta que la vida está toda revuelta. Que no hay luz sin oscuridad.
Mucho menos alegría sin tristeza. Y es que no existen las celebraciones perfectas, porque siempre se echa de menos a alguien.
Tampoco podemos vivir en un estado de ánimo ideal, porque en un día puedes experimentar cualquier tipo de emociones.
Entender que este viaje es accidentado, es lo que hace que nuestras expectativas cambien y podamos disfrutar cuando toca y darle un lugar al dolor desde el cual navegarlo con serenidad.
No es casualidad que una de las películas que se ha vuelto un clásico en estas fechas sea Love Actually. Un filme de 2003 que sigue vigente hasta ahora y al cual recurren también las nuevas generaciones, adolescentes incluidos.
Lo que acompaña tan bien de esta película es que nos habla del amor defectuoso, por el que transitamos la gran mayoría.
El de las enfermedades que atan. Los cariños que de tanto usarse se desgastan. Las caídas, los tropiezos, los deseos imposibles. Y de cómo, pese a todo, hay motivos por los que seguir ilusionados. Creer.
En esa línea han venido otras historias que exploran con más profundidad a los iconos que inundan nuestras casas cuando comienzan a sonar los cascabeles.
Por ejemplo, Klaus (2019), la multipremiada película de animación con una historia original de Sergio Pablos que habla de cómo nació el mito de Santa Claus.
En ella, Santa no es un señor barrigón que ríe sin motivo y es ayudado por millones de duendes que aparecieron por generación espontánea sino un ebanista solitario que, a raíz de la mayor pérdida posible, se enfada con la vida.
Algo cambia cuando alguien le muestra un poco de generosidad y le ayuda a recobrar el sentido de su día a día.
Descubrir que su habilidad para inventar puede ilusionar a otros lo rescata de las sombras.
Lo mismo ocurre con la joya Los que se quedan (2023) de Alexander Payne situada en 1970.
En ella, el cascarrabias profesor de una escuela en New England (Paul Giamatti) tiene que lidiar con el chico problemático que se queda en el campus en las vacaciones navideñas junto con la cocinera que acaba de perder a su hijo en la guerra de Vietnam.
Los personajes crean un lazo especial entre ellos en el que no falta el frío, la desesperación, el tedio, pero tampoco el abrigo de algo tan esencial como la compañía.
Porque vivir es así: complicado, enredado, impredecible y caótico.
Al igual que nuestros amores. Pero lo que siempre nos salva, es el encuentro.