Nos los imaginamos con vidas felices, llenos de admiración, adulados hasta el cansancio por sus fans, con la vida económicamente resuelta y un público incondicional que nunca los abandonará.

Pasa lo mismo con los hijos, de los que suponemos que los logros de su padre o su madre (según sea el famoso) les ha permitido vivir en una burbuja de lujo y de comodidad.

Nada más lejos de la realidad, pues según nos demuestran una y otra vez las vidas de las estrellas, es que el precio que pagan por la fama es alto y en el entorno hay mucha soledad.

Existen muchos estudios en psicología que hablan de las características de los artistas, de la sensibilidad que tienen, la necesidad de individualismo, también de aceptación, la importancia de ser capaces de desarrollar una alta resiliencia para sobreponerse a tanto rechazo y la fragilidad que tienen, pese a que parezcan invencibles.

Nada que no hayamos escuchado cientos de veces.

Sin embargo, lo que me intriga en momentos como estos en los que la muerte de José José ha sacado a relucir tantos temas oscuros familiares es lo que los artistas generan en su entorno y lo que los lleva a ser canibalizados por los demás.

Es como el mito de El perfume, que el escritor Patrick Süskind narra tan bien en las páginas de su libro en el que el ermitaño Jean-Baptiste Grenouille no puede dejar de matar a las más bellas mujeres con el afán de poder exprimirlas al máximo para poder obtener su esencia, su olor.

Como si de esa forma él mismo pudiera poseer parte de esa perfección.

Así parece ocurrir con la mayoría de los que rodean a los que son capaces de enamorar a las multitudes, pues muchas veces se convierten en los peores enemigos del supuesto ser amado, del que brilla.

Y no importa si se trata de los hijos, de los padres, de los hermanos o personas de confianza, ocurre en todos los niveles y el espectáculo se torna vil y despiadado.

Es como si al artista no se le perdonara tanta perfección y abundancia.

Es ahí cuando surgen las Saritas, los Luisitos y todos los itos que hay por el mundo canibalizando al que le puede proveer lo que por sí mismo nunca ha conseguido, intentando chupar el elixir de lo que pareciera la felicidad.

De lo que no se dan cuenta es de que esa persona a la que exprimen, asfixian y envidian tiene sus propios tormentos, es un ser humano que se enfrenta al gran peso de entregarse en el escenario para no ser olvidado, cuyo mayor enemigo es el tic-tac del tiempo, que se somete constantemente a la prueba de seguir estando ahí, en esa cúspide tan solitaria pero que es imposible soltar una vez que se consigue.

Y ahí es en donde quizá, sólo queda el consuelo del público, de la audiencia que sigue aplaudiendo y que consuela a muchas de estas personas cuya vida es mucho más bella desde el escaparate.

Por eso no queda más que agradecer, a todas esas voces, miradas, mentes que pintan nuestro mundo y lo llenan de arte, de música y de vida, porque muchas veces al hacerlo se dejan la propia.

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