Hace un puñado de años que se repite el fenómeno de ver a las mujeres ganar los principales trofeos del cine. Debería ser algo natural, no un hecho extraordinario, pero sobra decir que hasta que Jane Campion ganó la Palma de Oro con El piano (1993) o Kathryn Bigelow el Oscar como Mejor directora en 2010, el Olimpo de los premios era masculino y ambas proezas femeninas se mantuvieron aisladas.

Por suerte, ya está pasando la sorpresa de ver las Palmas, los Leones, los Oscar, etcétera, caer en manos de mujeres: es una constante. Este año, el Oso de Oro de Berlín lo tiene la española Carla Simón por Alcarrás, Venecia rugió para el documental All the beauty and the bloodshed, de la estadounidense Laura Poitras, y San Sebastián coronó a Los reyes del mundo, de la colombiana Laura Mora.

No termina aquí, pues la programación del siguiente Festival Internacional de Cine, el de Morelia, tiene una selección repleta de cintas dirigidas por mujeres.

Durante décadas, muchas de las cineastas hoy coronadas o que estaban en ese camino decían que no había diferencia, que el género de quién dirigía no cambiaba la obra. La misma Kathryn Bigelow me dijo en entrevista, después de presentar al mundo The hurt locker en Venecia, que con ese filme bélico había demostrado que las mujeres pueden dirigir y hablar de lo que quieran. Tenía razón, sólo que con el tiempo estamos aprendiendo a distinguir los ingredientes invisibles que están en las piezas dirigidas por ellas.

Y es que aunque los temas, la dureza de las imágenes y las luces o sombras que se plasman en sus películas sean contundentes, se cuentan desde otro lugar. En el que te coloca la crítica constante que las mujeres ejercitamos desde que somos pequeñas y que por supuesto, también algunos hombres tienen, pero que en nosotras está impostado de forma natural.

Como bien me dijo otra voz del cine latinoamericano, Laura Baumeister, “las directoras nos aproximamos a las historias sin sentir que estamos contando LA verdad, sino que nos acercamos a los personajes y a la narrativa con humildad. Estamos acostumbradas a cuestionarnos tanto, a tener que validar cada paso que damos que naturalmente tenemos una posición más igualitaria hacia los temas que exploramos”, reflexionó.

La creadora de La hija de todas las rabias pone a una niña de 11 años en un escenario desolador: trabajando en un inmenso basurero y con la frustración de sentirse abandonada por su madre. Aun así, a esa niña, Laura le deja un resquicio de luz, mínimo pero suficiente para sentir que no todo se ha perdido.

“El que no se vea esperanza no significa que no la hay”, fue la frase que me dijo otra realizadora Natalia Beristáin, que con su nuevo filme Ruido también te remueve las entrañas al meterte en la piel de una madre desesperada por encontrar a su hija desaparecida en México. En medio de ese ruido, la cineasta teje reconfortantes silencios entre las personas que se acompañan. Y se repite esa mirada, la que sólo da la empatía.

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