“Esto es muy serio, no es una película”, le dijo el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky al corresponsal de CNN, Matthew Chance cuando, después de la serie de complicaciones que tuvo que sortear para llegar hasta él, logró entrevistarlo el 1 de marzo en el búnker desde el que Zelensky, a sus palabras, “sólo duerme y trabaja”.
A diferencia del presidente afgano, Ashraf Ghani, que salió de Kabul cuando los talibanes lo empezaron a acechar, Volodymir rechazó la oferta de EU para evacuarlo del país y decidió quedarse a pelear.
La admiración que su decisión ha despertado en el mundo occidental ha convertido a su figura en algo muy peligroso: una especie de superhéroe con numerosos memes en redes sociales y objetos con su rostro.
Él sabe que esto puede ser un arma de doble filo pues la tendencia de las personas a lidiar con la realidad puede ocasionar que los ciudadanos de la comunidad internacional se olviden de lo que en verdad está ocurriendo: “esta cosificación sólo es útil mientras nos ayude a combatir la invasión rusa… yo no soy icónico, Ucrania lo es”, insistió Zelensky. “Estamos peleando por nuestras vidas”, dijo al Parlamento Europeo.
El riesgo de las etiquetas es que entre ambos polos desaparece la importancia que tiene la gente normal. Entre los millones de afectados en ambos bandos está la comunidad artística rusa, que ha sido incluida en el cajón de los indeseados por el Festival de Cannes y muchas otras instituciones culturales que han decidido prohibir la participación de los filmes rusos que hayan recibido financiación de su gobierno.
El gran error de esto, afirman los expertos, es que lo que se está haciendo es silenciar la voz de la protesta rusa porque la gran mayoría de ellos son personas que no votaron a Putin y están en contra de la invasión. En este escenario impera decidir qué vamos a hacer los ciudadanos con el altavoz que tenemos en nuestras manos gracias a la tecnología.