No hay persona en la profesión audiovisual a quién no le haga ilusión recibir uno de los codiciados premios que le ponen el sello de ganador. La mayoría, si les preguntas, te dirán que los galardones no son tan importantes, que lo que realmente cuenta es la pasión, pero fingen a medias.

Es muy difícil lograr una carrera a largo plazo en la pantalla grande (y la chica) porque dentro de esas envolturas de diseñador, que ayudan a caminar a los nominados en las alfombras rojas, hay satisfacciones conseguidas pero también egos dolidos, corazones con afectos, inseguridades incorregibles, sueños no cumplidos, pieles rechazadas. En resumen: hay personas que a pesar de estar rodeadas de la parafernalia de la industria siguen ahí porque como poco han tolerado la desaprobación de sus proyectos varias veces e insistido hasta conseguirlo: hay artistas que han esperado durante meses, algunos años, esa llamada, ese e-mail, en el que se les dio una oportunidad de brillar.

Pocas profesiones se someten tanto al escrutinio, a la crítica y a la demostración de capacidades constante como las creativas. La del cine, además, conlleva todo el peso del glamour que cuando juega a su favor y les pilla en un buen momento es de lo más disfrutable. Cuando no, puede ser devastador. Dicho esto, los trofeos tienen que existir. Muchas veces suelen ser injustos e incluso aburridos, pero ese juego que vemos sucederse uno tras otro cada año tiene un propósito que va más allá de reconocer a los que están en esos auditorios con el estómago lleno de mariposas y conseguirles nuevos contratos.

Los premios les recuerdan a las audiencias qué hay que ver. Ponen el foco en producciones que pasaron desapercibidas pero que logran cobrar nueva vida después de tener la marca del triunfo. Despiertan curiosidades y voluntades para acercarse a las salas o darle click a esa película o serie que te lleva apareciendo durante semanas en el buscador de tu plataforma. Es un gran reclamo publicitario que, como todo lo que se vende, a veces falla y no cumple las expectativas.

Pero ojo, porque el sólo hecho de que esos proyectos hayan logrado llegar hasta ahí ya tiene su valía pues esas sonrisas que ves agradeciendo su estatuilla dorada tienen algo: han entendido las claves del juego. Y para eso se necesita algo más que talento. Ahí hay nervio y audacia. Por ello es que el dedo de la culpa, cuando un premio está mal otorgado no debe apuntar hacia quienes lo reciben.

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