Un rápido vistazo a la cartelera de ciudades como Nueva York es un buen termómetro para entender la dimensión del fenómeno que han generado Barbie y Oppenheimer en estos años tan complicados para la industria cinematográfica: las salas que proyectan los filmes de Greta Gerwig y Christopher Nolan, respectivamente, siguen repletas y no es posible encontrar entradas que no sean en las indeseables primeras dos filas a menos de que se trate de sesiones matutinas.

Por supuesto que nunca llueve al gusto de todos y las dos películas, sin excepción, a pesar de su éxito rotundo, también provocan detractores. Que si Barbie no tiene figuras masculinas que no sean tóxicas, que Greta se ha pasado con el feminismo y borrado todo equilibrio entre ambos sexos, que la vida no es así ni el mundo de Barbie es al que se debe aspirar…

O que si la biografía de Robert Oppenheimer no es acertada al cien por ciento porque, por ejemplo, aunque el creador de la bomba atómica sí coincidió con Einstein en la Universidad de Princeton, su relación no fue tal y como se muestra en la película.

SPOILER ALERT: el propio Nolan ha explicado que el científico al que Oppenheimer le pidió revisar la fórmula atómica, que se temía podría desencadenar una serie de reacciones que causaran la destrucción total del mundo, no fue a Einstein sino a Arthur Compton, quien dirigía los esfuerzos de la Universidad de Chicago del Proyecto Manhattan —la empresa de investigación y desarrollo durante la Segunda Guerra Mundial que produjo las primeras armas nucleares liderada por Estados Unidos—, pero decidió darle ese rol al Premio Nobel al ser una figura más conocida con la que el público pudiera conectar.

De lo que no cabe duda es que ambas películas han logrado una misión que se creía imposible —hablando de este tipo de misiones imposibles, vale la pena mencionar que el estreno de la película de Tom Cruise, otra mega producción muy bien lograda, quedó arrasada por el “Barbenheimer” y merecía más atención de la que obtuvo—: hicieron que las personas volvieran a las salas de forma arrolladora.

Muchas de ellas no sólo una vez, sino varias. Y esto es algo que nadie puede objetar porque si algo necesitan las grandes pantallas son estas bocanadas de oxígeno en la taquilla, el volver a despertar el interés por la experiencia colectiva en los teatros y las dinámicas que estos provocan.

Curiosamente, además, ambas creaciones no podrían ser más distintas y extremas. Tanto en temática, como en color y sensaciones. El azúcar de Barbie se neutraliza con la amargura de Oppenheimer. Y la masculinidad y brutalidad de esta última se suaviza con el mundo de malvavisco que se plasma en Barbieland.

Greta Gerwig y Cristopher Nolan han creado, sin buscarlo, un yin-yang perfecto en las salas que hace que sea imposible no querer seguir en las butacas buscando más emociones. Si el Barbenheinmer es capaz de mantener este efecto habrá hecho mucho más que dos buenas películas que han batido récords de audiencia. Y ahí, no hay discusión.

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