Este 6 de marzo salió En agosto nos vemos, la última novela de Gabriel García Márquez. Me cuenta Diego García Elío que se trata de un fenómeno único en términos editoriales: muy probablemente será la primera vez que un libro aparece el mismo día en diversos idiomas y en diversos puntos del planeta.
Todo indica que con este tomo nos despedimos del legado del autor de Cien años de soledad, por lo menos en cuanto se refiere a un volumen completo. El escritor tenía sus dudas sobre el valor del texto, pues no lo había revisado suficientes veces, como él solía hacer con cada escrito suyo. En todo caso, tendremos un reencuentro con él a la distancia, a partir de la hipótesis de que cada libro es un pacto con la posteridad y acaso con la eternidad.
Esto me lleva pensar en “Now and then”, balance último de los Beatles, expresión casi testamentaria de una rica herencia. Y me lleva a pensar en las entregas semanales que García Márquez realizó durante un tiempo: una de aquellas magnas entregas periodísticas se dedicó a John Lennon poco después del asesinato del cantante, compositor y pacifista británico.
Este mismo 6 de marzo se cumplieron treinta años del último discurso político que en México parece habernos legado frases valiosas, poco a poco integradas a la memoria colectiva: me refiero a las palabras del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio Murrieta en la Plaza del Monumento a la Revolución un domingo que se recuerda en relación con otro asesinato: el del propio orador apenas 17 días después en Tijuana, Baja California.
El discurso, con casi una hora de duración, está construido en tres grandes partes: “Aquí” (en refuerzo a su propio partido político, hoy en riesgo de vivir la “crónica de una implosión anunciada”), “Veo” (diagnóstico de nuestra realidad) y “Es la hora” (presentación de las grandes líneas de un programa para los años siguientes, en el umbral del año 2000). Como un García Márquez o un Juan Rulfo, el autor cuidó cada detalle, cada palabra.
Inevitablemente pensemos en otro novelista, Martín Luis Guzmán, maestro de la lengua española: La sombra del Caudillo (1929) incluye una escena allí, a unos pasos del Monumento, en el Frontón México, y la escena señala el punto de no retorno en las pugnas entre dos precandidatos presidenciales hace casi cien años.
La literatura posee un poder anticipatorio, premonitorio, que La sombra del Caudillo ejemplifica: hay momentos históricos en que una figura se coloca al centro de campos de tensiones capaces de destruirla.
Martín Luis Guzmán recogió el carácter trágico que el mundo griego comprendió y expuso hace unos 2,500 años y que el filósofo alemán George Friedrich Hegel teorizó hace unos doscientos: la tragedia de Colosio Murrieta se narra insuperablemente 65 años antes de que ocurra, justo porque ubica a un candidato en el eje de un desgarrador campo de fuerzas magnéticas, centrípetas y centrífugas.
Del mismo modo premonitorio, Demonios, de Fedor Dostoievski, presentó los resortes del terrorismo (y del fundamentalismo y del oportunismo criminal) en Demonios, de 1871-1872, y anticipó numerosas barbaridades y barbaries de los siglos xx y xxi. Soñaba con contribuir a evitarlas, ya que esos resortes eran tan burdos, tan obvios, y él los exhibía.
Colosio Murrieta nos legó frases tan lapidarias como “Veo un México con hambre y sed de justicia” y “Provengo de la cultura del esfuerzo”.
Hoy, cinco sexenios más tarde, somos posteridad de aquellas generaciones que alcanzan a verse en la Plaza ese domingo. Teníamos treinta años menos, y el fin de la Guerra Fría nos estaba sugiriendo un orden más justo. Había expectativas. Medio planeta aún no nacía.
Al inicio formal de las campañas políticas en este marzo de 2024 conviene que desde la filología mexicana repasemos mecanismos y patrones de la vida pública. Después de todo, la filología es amor por el logos, y el logos es –en sus mejores perspectivas– un poderoso articulador y orientador de las fuerzas inconscientes, de las inercias, de las tumultuosas dinámicas que van marcando el ritmo de cada día.
Por ejemplo, colegas de la Universidad Nacional Autónoma de México y de otras instituciones públicas y privadas llevan años analizando el discurso. Lo entienden no sólo en las manifestaciones públicas, sino en las expresiones cotidianas: hablamos en discurso y en retórica, así como un personaje de Molière hablaba en prosa. Y se sorprendió al saberlo.
El griego Aristóteles, nacido en Estagira, y el latino Quintiliano, nacido muy cerca de la hoy Navarra, son fuentes para comprender el habla. Margarita Palacios, Juan Nadal y Fernando Castaños acaban de presentarnos Resignificaciones: lenguajes en acción en la Feria de Minería. Estimulantes son también los trabajos de Luisa Puig y David García. Y Lizbeth Campos coordinó Evidencias, volumen que aborda uno de los vicios más comunes durante los últimos lustros: la negación de la evidencia.
Todas las personas entendemos y pedimos un principio que es básico para cualquier discurso, privado o público, íntimo o multitudinario: la congruencia entre lo dicho y lo hecho. El discurso de aquel 6 de marzo deja percibirse hoy como congruente por la fuerza en las frases y en la voz y los ademanes de un joven economista que se preparó en México, Estados Unidos y Austria. Y el crimen del 23 de marzo ha exigido una revisión de sus palabras.