Charles de Gaulle la juzgó una loca: quería lanzarse en paracaídas, junto con otras mujeres, sobre alguno de los frentes de Francia a inicios de la Segunda Guerra Mundial. Años antes, en los patios de la Sorbona, Simone de Beauvoir tuvo un diálogo con ella, y pese a las muchas afinidades posibles no coincidieron en sus visiones prioritarias y nunca volvieron a hablarse: Simone Weil (pues de ella estoy hablando) privilegiaba la urgencia de que nunca más hubiera hambre en el mundo; Simone de Beauvoir ponía en primer término la revolución social.
Weil le replicó:
––¡Cómo se ve que nunca has sentido hambre!
En estos días de descanso reflexivo conviene volver la vista hacia al menos unas cuantas de las numerosas personas que trataron de resolver nuestros problemas. Las posturas de Simone y Simone eran paradigmáticas: la joven Simone de Beauvoir (1908-1986) juzgaba que todas nuestras energías debían orientarse hacia un vasto movimiento, capaz de transformar a fondo las estructuras colectivas; en su respuesta, la aun más joven Simone Weil (1909-1943) pensó en cada persona, en cada niño y niña de carne y hueso, justo cuando a esas mismas horas morían de hambre numerosas personas al otro lado del mundo.
La relación con los alimentos fue para Simone Weil un asunto tan relevante que no se permitió comer un gramo más de pan o de carne que las raciones que podían ingerir los soldados en las trincheras o las personas en la Francia ocupada. De hecho, la tuberculosis que contrajo en aquellos años –los más insalubres del siglo xx europeo– se agravó a causa de la negativa de la joven filósofa, teóloga y activista a alimentarse como los médicos le aconsejaban para que pudiera sanar. Vivía en los límites de la condición humana, tal y como vivían millones de personas durante la guerra más sanguinaria de todos los tiempos.
Albert Camus la admiró al punto de verla como una de las personas más auténticas y más admirables y de editar en 1951 su Carta a un religioso, dentro de la colección “Espoir”, que él dirigía. (Me dicen, por cierto, que Berta Vias Mahou, experta en el autor de El extranjero, sostiene que el vehículo de Camus sufrió un sabotaje asesino aquel trágico 4 de enero de 1960).
La humanidad, mediante la Organización de las Naciones Unidas, se ha propuesto acabar con el hambre. Para ello se necesitan muchas cosas. Una de ellas es una visión clara de cómo crece la población y hacia qué direcciones y en qué condiciones.
Los estudios demográficos se vuelven cruciales. Por ejemplo, si se tiene un proyecto de nación, ha de tenerse asimismo una idea muy precisa –matemática incluso, algorítmica, actuarial– de cómo debe organizarse la población a fin de que los Estados cuenten con el número más adecuado posible para llegar a las metas previstas. ¿Cuántos matemáticos y pediatras, cuántas sociólogas y geriatras, cuántos enfermeros e ingenieras, cuántas estudiosas del discurso y nutriólogas se necesitan, entre tantas otras disciplinas, muchas de las cuales Simone y Simone apenas vislumbraron?
Eso no significa que coartemos las vocaciones y los deseos de profesionalizarse entre la gente joven, sino que les ofrezcamos una idea muy clara de las expectativas de empleo y de impacto social y retribución personal según sea la carrera elegida. O la especialización.
Ni un solo ingeniero debería estar manejando un taxi, sino contribuyendo al diseño de los taxis del futuro.
Especialistas me hacen ver que hace mucho se superó el axioma maltusiano de que la población crece más rápido que la producción de alimentos y de que por lo tanto el hambre es inevitable. Existen las condiciones para que ningún niño padezca hambruna un solo día.
Nuestra especie ha dado, sí, colosales avances repentinos. Rodrigo Garza Arreola los describe como dar el salto que supera la brecha de Prometeo. La conquista del fuego es desde luego un monumental brinco tecnológico. Garza Arreola recuerda que Mary Shelley llamó a su celebérrima novela Frankenstein o el nuevo Prometeo: tenía claro que aquella elaboración en el quirófano prefiguraba adelantos que poco a poco han ido cumpliéndose, sin que aun así ni el ser humano ni nada sean capaces de engendrar vida de la nada.
Para el economista, pintor y poeta, así como experto en Sor Juana, el perdón del carpintero –o, según estudios, hacedor de casas, lo que incluía la carpintería– nacido en Belén hace dos mil años provocó un enorme salto equivalente al de Prometeo cuando propuso el perdón como una salida a la ley del ojo por ojo.
La Carta a un religioso nos presenta una visión sorprendente, innovadora, provocadora, estimulante, de los vínculos entre los orígenes del cristianismo y los tiempos anteriores.
Escribe la joven especialista en cultura griega: “La historia de Prometeo es la historia misma de Cristo proyectada en lo eterno. No falta ahí más que la localización en el tiempo y en el espacio. / La mitología griega está llena de profecías. Lo mismo ocurre con los relatos del folclore europeo, con lo que se llama los cuentos de hadas” (Simone Weil. Carta a un religioso. Madrid: Trotta, 1998, p. 23).
Este sincretismo era un esfuerzo de ella por encontrar una síntesis cultural y una salida a la crisis de todas las instituciones, incluida la Iglesia, crisis causada por las conflagraciones planetarias.
Hablábamos de hambre. Simone Weil cita un pasaje del egipcio Libro de los Muertos, anterior al cristianismo, como ejemplo de “caridad evangélica”: “Señor de la Verdad, Osiris, te traigo la verdad… He destruido el mal para ti. No maté a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que nadie pasase hambre” (p. 18).
Sea como fuere, si esta temporada navideña no nos hace pensar en valores como el perdón (relacionado etimológicamente con don, regalo inmaterial, más valioso que los obsequios materiales), la autenticidad, el esmero en las palabras, la suspensión de la intriga y la mentira, entonces pasará como una época más: rutina devorada por la sociedad de la insaciable saciedad.