El Nobel de Economía 2024 fue concedido a las instituciones. Se trata, en esta ocasión, del reconocimiento de instituciones a instituciones: las que lo otorgan y las que lo reciben por medio de personas muy inteligentes.

Fácil es saber a qué me refiero: los galardonados han escrito el sustancioso y muy conocido volumen ¿Por qué fracasan los países?, cuya hipótesis central consiste en que las sociedades y comunidades con instituciones no extractivas, sino incluyentes y colaborativas, permiten una mayor expansión y distribución de la riqueza que aquellas instituciones que se dedican a extraer y extraer materias primas y otros bienes.

Los premiados son Daron Acemoglu (1967), nacido en Turquía, de origen armenio; James A. Robinson (1960), de origen británico, y Simon Johnson (1963), estadounidense. Acemoglu y Johnson pertenecen a una institución educativa del más alto rango, el MIT (Mas-sachusetts Institut of Technology); no menor es el prestigio de la Universidad de Chicago, de la que forma parte Robinson.

¿Pero qué son, en última instancia, las instituciones? Las instituciones somos las mismas personas, solamente que organizadas con arreglo a fines específicos, acordados y seña-lados a lo largo de sucesivas generaciones.

Por ejemplo, una universidad pública es una institución: personas que se incorporan a una estructura o a un sistema complejo y cumplen una serie de propósitos.

Los autores de ¿Por qué fracasan los países? no son, ciertamente, las únicas personas que han cavilado sobre las instituciones. De hecho, se trata de un asunto frecuente en ciencias sociales y humanas.

Básteme recordar al francés Pierre Rosanvallon desde la ciencia política y a Peter Bürger desde la estética a fin de que obtengamos nuevas perspectivas acerca del concepto.

Para el francés y para el sano sentido común, la autonomía se relaciona estrechamente con las instituciones. Ya no estamos en los Tiempos modernos de Charles Chaplin, esto es, en los años del trabajo mecanizado, irreflexivo, a destajo (“enajenante” hubiéramos dicho en los años sesenta y setenta del siglo XX).

Más bien, se pondera la creatividad del colaborador, independientemente del sitio que ocupe en la escala jerárquica.

La pandemia nos dio dramáticos ejemplos de lo anterior: ¿cuántas vidas se salvaron gracias a las rápidas respuestas y a las soluciones originales de muchísimas personas, empezando desde luego por la brillante y tenaz premio Nobel Katalin Karikó, creadora de la va-cuna con base en el ARN Mensajero? ¿Y cuántas vidas valiosas se perdieron por la falta de fluidez y de decisiones acertadas y oportunas, in situ, entre los distintos niveles de las jerarquías, sobre todo en los sistemas de salud?

(Evoco aquí a Germán Padilla Fourlong, quien sobrevivió a un primer contagio de COVID allá por junio de 2020, antes de las vacunas, y después volvió a su puesto de trabajo para que una institución estratégica, el Banco de México, siguiera funcionando en una de sus áreas neurálgicas. Los pulmones de Germán no resistieron un segundo contagio dentro de las ana-eróbicas bóvedas del edificio central: es un héroe anónimo de una institución autónoma, de-cisiva para el país.)

Peter Bürger y su esposa analizaron las artes, sobre todo la literatura, y encontraron que los sistemas dependían de la autonomía y la auto subsistencia: capacidad para regularse dentro de marcos nacionales e incluso internacionales y constitucionales, y capacidad para sos-tenerse en un mundo cada vez más abocado a las avasalladoras avalanchas de la economía de mercado.

Wolfgang Amadeus Mozart fue un ejemplo del esfuerzo por institucionalizar el ejercicio de la música frente a los poderes del Estado y de la Iglesia. Decenios atrás, Moliere encarnó una batalla semejante, y el Tartufo le costó al dramaturgo mucha contrariedad frente a una institución que no hizo suficiente autocrítica después de verse en el duro espejo de una comedia implacable en su contenido y memorable en su poder.

La sociología del genio, de Norberto Elías, nos han expuesto las dificultades para Mozart a la hora de llevar el pan a casa después del audaz momento en que intentó ser autónomo de los poderes del Estado y de la Iglesia: aún no se habían vuelto costumbre la impresión masiva y el pago de las partituras; apenas unos años más tarde, estos hábitos editoriales y comerciales le permitieron una autonomía más holgada a Ludwig van Beethoven.

Una institución deja verse como una orquesta o como un equipo deportivo: quien dirige tiene tareas cruciales, aunque no toque un instrumento o no salte a la cancha, y puede permitirle a su gente una valiosa y rica retroalimentación, sin que por ello pierda su papel estratégico en el podio o en la banca.

De varias maneras se destruye una institución. Desde luego, es factible desaparecerla o dejarla sin presupuesto. Más lento, más corrosivo, más indirecto, más cruel es el conjunto de acciones para corromperla.

La democracia, la justicia, la igualdad son valores y prácticas que dependen de numerosas instituciones. Son ellas mismas macro instituciones sociales, públicas. ¿Se está produciendo la compra de votos en Estados Unidos de América? ¿Son ciertas las informaciones

acerca de que algunas chequeras se abren a la vista de todo mundo para inclinar el voto a favor de un candidato cuyas credenciales institucionales no son de por sí diáfanas?

Una nota del Banco de España nos avisa: cuatro son los indicadores de la solidez institucional: 1) el control de la corrupción, 2) la efectividad del gobierno, 3) la calidad regulatoria y 4) el Estado de derecho.

Una idea principal de los tres galardonados es hoy más válida que nunca: “La fortaleza de las instituciones influye en la prosperidad de las naciones”.

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