Hace exactamente 61 años murieron tres angloparlantes famosos, con horas de diferencia.
En Inglaterra se nos fue C. S. Lewis (1898-1963), autor rico en aristas, converso del ateísmo al cristianismo y padre de razonamientos que siguen atareando a los teólogos y ali-mentando a sus lectores. Fue autor de los siete libros de Las crónicas de Narnia (1950-1956); digamos (la analogía podría formularse intercambiando los nombres) que Las crónicas de Narnia es un Harry Potter (de hace setenta años). Se han vendido más de 100 millones de ejemplares y se ha traducido a más de cuarenta idiomas.
La saga prácticamente anticipa los transmedia de nuestros días: personajes recurrentes, tránsitos entre el reino animal y el humano y entre un mundo fantástico y uno realista, des-cripciones que permiten visualizar y casi ir dibujando los caracteres, ramificaciones de las historias centrales, lo que invita a imaginarse más historias. Después de todo, la literatura es una anticipación de los transmedia en la medida en que ha garantizado e intensificado la participación de los lectores.
Al sepelio no concurrió nadie, pues el hermano de C. S., encargado de notificar la hora, estaba tan bien servido en términos etílicos que se durmió y se olvidó de llamar a los dolien-tes.
C. S. Lewis era viudo reciente, luego de un matrimonio tardío y muy intenso y gozoso. Con algún giro romántico, la espléndida película Shadowlands (1993) retrata la unión de
Lewis y la escritora Joy Davidman. La protagonizan impecablemente Anthony Hopkins y Debra Winger; la dirige Richard Attenborough.
La literatura es tan rica que Aldous Huxley y C. S. Lewis tienen muy poco que ver como autores, pese a sus afinidades: dos súbditos de su majestad británica nacidos en el úl-timo decenio del siglo XIX, niños cuya madre muere pronto de cáncer, hijos capaces de va-lerse de una educación sólida, autores exitosos, viudos.
Aquel 22 de noviembre de 1963, Huxley, que había viajado muchísimo más que Lewis (dejó algún apunte sobre Oaxaca; de la India recogió enseñanzas que prefiguraron hábitos de la contracultura de los años sesenta), recibió inyecciones de drogas capaces de ofrecerle un tránsito sonriente. Él ya había escrito sobre alucinógenos, y su libro Las puertas de la per-cepción fue leído con provecho por Jim Morrison.
No fue sonriente el tránsito del tercer angloparlante famoso ese día; John F. Kennedy era 23 años más joven que Huxley, y si recibía drogas ello se debía a las secuelas de padeci-mientos provocados en horas de servicio.
¿Qué mundo les tenemos hoy a estos tres ilustres, que se curtieron con guerras mun-diales, con entreguerras, con lecturas y con el conocimiento de la condición humana?
¿Kennedy se sorprendería de que, mientras en la crisis de los misiles de octubre de 1962, bajo su mandato, la falta de comunicación fluida de la Casa Blanca con el Kremlin fue un factor decisivo entre aquellos que estuvieron a punto de conducirnos a una guerra nuclear, ahora la abundancia de comunicación probablemente estará conduciéndonos a la expansión de la antigua Unión Soviética, siempre fiel a su zarismo?
Las aplicaciones en los celulares nos han desacostumbrado a esos mapamundis que se desplegaban en una mesa ancha y que nos permitían tener una imagen más precisa de los
continentes y sus uniones y separaciones geopolíticas: poseíamos más proporción panóptica, imposible de obtener en las pantallas.
Un mapamundi –o un globo terráqueo (mientras más grande, mejor)– nos ayudaría a calibrar la magnitud de los múltiples viajes de Huxley y su esposa a lo largo de muchos años. Y se haría más claro el contraste entre estos periplos y el desplazamiento más relevante en la vida de Lewis: su espectacular traslado –histórico para él– desde Oxford hasta Cambridge.
El demócrata Kennedy advertiría asimismo que la distancia entre el candidato republi-cano y Kamala Harris el pasado 5 de noviembre no fue tan abundante como lo sugiere el abrumador predominio del rojo en el mapa de la Unión Americana desde ese día.
Ya el prestigioso y experimentado periodista Bob Woodward anotaba que la diferencia entre ambos candidatos en los famosos Swing States podía ser de uno por ciento o poco más. Eso parece verificarse en el conteo final de voto concreto: poco más de 74 millones para Harris; poco más de 76 millones y medio para el republicano. Dos millones y medio de dife-rencia son menos que la diferencia en 2020 entre el republicano y Joe Biden: 81 millones para el demócrata; 74 millones para el republicano, entonces presidente: 7 millones de dife-rencia (en 2016 Hillary Clinton había ganado el voto popular por tres millones de diferencia, aunque –como bien sabemos– perdió el cargo en los colegios electorales).
Desde luego, John F. Kennedy se entristecería por el penoso papel de su sobrino Robert Kennedy Jr., quien arrebató –presumiblemente a Harris– cerca de 750 mil votos (lo mismo hizo la verde Jill Stein).
Y tal vez conjeturaría que la cruel designación del antivacunas Kennedy Jr. como se-cretario de Salud será la manera en que el candidato triunfante se lo quitará de encima des-pués de los servicios prestados: parece improbable que pueda durar mucho en el cargo, si es que lo alcanza. (Huxley tenía sin duda más conocimientos al respecto que Kennedy Jr.)
Advertiría, por último, que Barack Obama admiraba la experiencia internacional de Joe Biden, y ello contribuyó a que lo eligiera para la fórmula que triunfó en 2008 y 2012. Aun así, tres trampas internacionales contribuyeron a destruir muy pronto el buen arranque de Biden como presidente y a disminuir las posibilidades de manejar mejor la inflación.
John F. Kennedy sabía muy bien que el escenario internacional puede ser campo mi-nado para un presidente.