En un país donde la impunidad alcanza niveles promedio del 98%, la violencia habita y gana terreno en cada esfera de nuestras vidas. Violencia directa relacionada con homicidios, agresiones físicas y emocionales, violencia cultural hacia las mujeres y hacia las comunidades históricamente vulnerables, y violencia estructural que se materializa en el crecimiento de la población que vive en pobreza. La pérdida de nuestras libertades que hoy, incluso, nos inhibe a acudir a estadios de fútbol y a espectáculos públicos por el temor a ser víctimas de alguna agresión, de no llegar a casa, de perdernos en algún trayecto para nunca ser encontrados. Estas violencias se sostienen unas a otras.

La violencia persiste porque hay personas que quieren ejercerla –el sistema patriarcal nos la ha enseñado desde niños como solución y respuesta ante los conflictos–, y quienes la ejercen saben que es muy poco probable que sus acciones sean castigadas. La impunidad es generada por la ineficiencia de los sistemas de seguridad, que no impiden ni persiguen los delitos; por las fiscalías que no investigan ni esclarecen los hechos; y por el Poder Judicial, por ser un aparato lento, inoperante, complejo y con altos niveles de corrupción.

La violencia e impunidad que habita todas las esferas de nuestra nación es también el resultado del rotundo fracaso en la estrategia de seguridad del presidente López Obrador y de los que lo antecedieron. En el presente sexenio se están rompiendo todas las cifras de criminalidad que se inauguraron desde el final del sexenio de Fox, hasta el inicio de la guerra contra las drogas auspiciada por Felipe Calderón.

Récord en desapariciones, asesinatos y un creciente poder de fuego de los grupos de delincuencia organizada han sido las consecuencias de la estrategia de “abrazos, no balazos” y preferir voltear hacia otro lado. Todavía en la mañanera de hoy (ayer lunes) el presidente excusa su ineficiencia e incompetencia, por culpa de los pasados gobiernos neoliberales, no sin antes arremeter de nueva cuenta contra el movimiento feminista en vísperas del 8M. Nada es culpa ni responsabilidad del que hoy siente encarnar al Estado en sí mismo.

Mientras esto pasa, los criminales puede hacer todo tipo de barbaries: masacrar y tener tiempo de limpiar las escenas del crimen; desenterrar el cuerpo de un bebé para después ingresarlo a una prisión en Puebla; golpear brutalmente a aficionados del equipo contrario en un partido de fútbol, sin que ninguna autoridad lo impida o lleve a los responsables ante la justicia –donde por cierto, se vislumbra la penetración de grupos de la delincuencia organizada en los mal llamados grupos de animación–; por nombrar solo algunas.

Esta larga cadena de atrocidades que no nos permiten vivir tranquilos y en paz, nos debería dar una dimensión del problema y del deterioro en el que se encuentra el país. Citando a Javier Sicilia ¿a qué nivel de espanto y horror tenemos que descender para que este país, este pueblo reaccione ante la violencia? ¿Seguiremos con los brazos cruzados esperando que nos alcance? sabiendo que puede estar a la vuelta de la esquina, en la ida a la escuela o al trabajo, o en el propio hogar que ha sido vulnerado una y otra vez, solo por la mala suerte de vivir en el lugar y el momento equivocado.

Los millones de delitos que se suman año con año, nos obliga a movilizarnos al igual que con Calderón y Peña Nieto, para exigir un alto a la violencia. Y si las actuales autoridades no pueden detenerla, exigir su renuncia. Es tiempo de sentar a los poderes públicos y obligarlos a rendir cuentas de cara a una sociedad olvidada, enojada, pero sobre todo, vulnerada por la ausencia del Estado mexicano.

Ya basta, la violencia no puede habitar en cada parte de nuestras vidas, no puede ni debe conquistarnos. Merecemos vivir en paz.

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