Desde que el Presidente López Obrador tomó protesta ante el Congreso de la Unión, hizo 45 compromisos dentro de los cuales se encontraban: la instalación de un nuevo modelo económico, que nadie se aproveche de su cargo o posición para sustraer bienes del erario o hacer negocios al amparo del poder público, y el respeto a los contratos suscritos por los gobiernos anteriores dando seguridad a las inversiones “porque en México habrá estado de derecho”.
A la mitad del camino, el Presidente ha incumplido con estas promesas y profundiza su incongruencia con la presentación de una reforma eléctrica que, en el papel, busca que el país recupere el control estratégico de la producción y distribución energética. Es por demás decir que muchas de las críticas a la reforma provienen de partidos y empresarios que se han enriquecido a través de verse beneficiados por la falta de una intervención adecuada del Estado y que fueron favorecidas por los poderes en turno. Cada vez que el Presidente habla de implementar un nuevo modelo económico, lo hace también desde el neoliberalismo.
Para hacer un cambio de modelo económico, no basta con fortalecer a una institución pública como la Secretaría de Energía o la Comisión Federal de Electricidad por medio de otorgarles la conducción del Sistema Eléctrico Nacional, sino que también debe existir una regulación adecuada que permita igualdad de oportunidades, además de competencia e innovación. No es suficiente pasar de un Estado que regula a un Estado subsidiario que solventa las deficiencias de su propio actuar por medio de recursos para mantener a sus instituciones, su baja productividad y la falta de capacidad técnica.
La suficiencia energética no se alcanzará bajo el control de instituciones opacas e incompetentes, es necesario una participación amplia de la sociedad, incluyendo a la iniciativa privada, así como de innovaciones tecnológicas de las cuales hoy carece nuestro país, por la decisión del mismo Estado de no invertir lo suficiente en ciencia y tecnología.
La corrupción es un problema con elementos estructurales sostenidos por la concentración del poder, la discrecionalidad, la impunidad y la ausencia de controles. Darle todo el poder de las decisiones del sector energético a una institución pública promueve la corrupción y deja abierta la puerta a que las y los burócratas se aprovechen de su cargo o posición para sustraer bienes del erario o hacer negocios al amparo del poder público. Sin olvidar que el principal promotor de esta reforma, Manuel Bartlett, cuenta junto con su familia, con una riqueza inexplicable que incluso una parte de ella oculta en empresas offshore en paraísos fiscales.
Parecería contradictorio que este gobierno que hizo del combate a la corrupción su bandera, que condenó de manera enfática la opacidad y el encubrimiento en sexenios anteriores, quiera ahora desarticular las instituciones reguladoras que precisamente observan que existan pisos parejos, que no existan instituciones monopólicas o que promuevan empresas preponderantes y, sobre todo, que estén por encima de decisiones personales subjetivas y que las políticas públicas se tomen desde un punto de vista de calidad técnica.
Cómo hablar de respeto y seguridad a las y los inversionistas, si se pretende deteriorar el valor de los recursos financieros, desaparecer la competencia y romper acuerdos y contratos que significan proyectos de miles de millones de pesos.
Una vez más, como ya sucedió con la Ley de Hidrocarburos y las reformas a la Ley de la Industria Eléctrica, el Presidente y Morena, están dispuestos a incumplir tratados internacionales como el Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (TIPAT) y el Tratado de Libre Comercio entre México y la Unión Europea. Sobre todo, están dispuestos a incumplir el T-MEC, un tratado que ya en la etapa de transición la 4T se encargó de terminar de negociar, que firmó el Presidente López Obrador y que Morena ratificó en el Senado.