El descontento ante el alza de precios, el estancamiento de la económica y los estragos de la pandemia, nos ponen ante la peor crisis de liderazgo mundial en los estados democráticos. El resurgimiento del ultranacionalismo y la proliferación del discurso de odio, minan los esfuerzos de cooperación internacional que optan por resolver los problemas globales por medio de soluciones en donde impere la razón, la buena comunicación y la tolerancia a nuestras diferencias. Colaboración que ha demostrado sus beneficios en los avances alcanzados a través de los Objetivos de Desarrollo del Milenio o los mecanismos internacionales para distribuir las vacunas contra el COVID-19.
Los sistemas políticos y de gobierno pierden sentido cuando estos no son capaces de responder con efectividad a las crisis que se les presentan. Por ello, cada vez es más común que las personas opten por la abstención electoral o se decanten por el autoritarismo como sistema de gobierno, debido a que las promesas de libertad, paz y reducción de la desigualdad, que los estados liberales y democráticos le hicieron al mundo después de la segunda guerra mundial, no son una realidad para cientos de millones de personas.
Es importante recordar que la democracia básicamente es una forma de gobierno en la que la ciudadanía gobierna por medio de su voto; pero si deja de acudir a las urnas y deja de hacer valer su voz por medio de la participación en la toma de decisiones, volcándose a la conformidad y a la obediencia ciega, terminamos apoyando a la tiranía. Cuya manera de gobierno favorece al pensamiento mágico respecto a la idea de que un líder fuerte y carismático, puede resolver mejor los problemas que todo un grupo de instituciones conformadas por ciudadanos activos, responsables y regulados por un sistema legal y moral, con la capacidad para juzgar, detener o proscribir a quienes fracturan o se saltan las reglas que mantiene la convivencia social.
Las crisis inevitablemente nos provocan angustia y desasosiego. La incertidumbre y la falta de redes de protección, capaces de entregar beneficios a la inmensa mayoría de los ciudadanos, así como una mejor distribución de la riqueza y un adecuado sistema de protección social; hacen crecer nuestro resentimiento en contra de las élites –políticas y económicas– que le dieron la espalda a las clases menos favorecidas. Estas élites se olvidaron de que la desigualdad, la oligarquía partidista y empresarial, esta última perteneciente al 1% de los más ricos del mundo, son contrarias a la democracia. Alentando aún más la atracción ciudadana hacia aquellos líderes autoritarios que canalizan la humillación que los propios estados, que se dicen democráticos, están provocando por no pensar en el interés general y el bien común de todas y todos.
La democracia está en declive, está perdiendo interés –para muestra, el análisis del estado en el que se encuentra la democracia en el mundo que publica cada año The Economist–. Constituyendo un llamado a todas las personas que estamos convencidas que los derechos humanos y el modelo democrático, son los acuerdos sociales más importantes de nuestra historia civilizatoria, a reconocer que el crecimiento del populismo y los gobiernos autoritarios, no son causados solamente por el carisma del líder o la falsa certidumbre que dan sus mentiras, sino también por la falta de responsabilidad y eficiencia que han tenido los estados democráticos en ofrecer alternativas reales y ambiciosas que garanticen la plena libertad, la reducción de las desigualdades y la paz.
El estado democrático requiere de un proyecto que no parta solamente de las ideas, sino sobre todo de sus resultados.