Durante una mañanera de julio del año pasado, el Presidente López Obrador dijo la siguiente frase: “Si no terminamos de pacificar a México, por más que se haya hecho, no vamos a poder acreditar históricamente a nuestro gobierno”. A medio año de haber asegurado que en México habría paz, los datos no les dan la razón a sus palabras.
Vivimos en un país en donde, en los últimos 15 años, han sido asesinadas más de 386 mil personas –110 mil en lo que va del sexenio– y alrededor de 100 mil más se encuentran desaparecidas. Cada seis meses, un año o un sexenio, estas cifras se publican y se acumulan a las anteriores, y así, reduciendo a las personas a números, se banaliza lo que ha sucedido en México, convirtiendo el horror en una cifra que no alcanza para representar a todas las víctimas que hay en nuestro país.
Los crímenes violentos , masacres, fosas clandestinas y desapariciones siguen, y la militarización descarada avanza firme en su curso. En materia de atención a las víctimas, convirtieron –como lo dice Javier Sicilia – a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas y la Comisión Nacional de Búsqueda en oficialías de partes y dispensadoras de dádivas, existiendo solo para mantener la simulación y sin obtener grandes resultados.
La 4T puede haber decidido ya no llamarle guerra, pero eso no significa que no lo sea. Las políticas de seguridad militarizada, justificadas por Calderón Hinojosa , Peña Nieto y López Obrador, se sustentan en la supuesta necesidad mundial de combatir a las drogas y a quienes las venden.
El Acuerdo Bicentenario que reemplazó a la Iniciativa Mérida , mantuvo la presencia de la DEA en México y el interés estadounidense respecto a la persecución de los cárteles, esto a pesar del fracaso que representa invertir miles de millones de dólares en decomisar cargamentos y reducir las rutas de entrada de las drogas a los Estados Unidos, pero sin tener ninguna disminución en la producción y el consumo.
Las olas de violencia que ha generado la DEA en varios países, por dedicarse a detener a capos del narcotráfico, pero sin cortar las redes de corrupción política y financiera, ha generado que las organizaciones criminales sobrevivientes aumenten su poder político y de fuego, volviéndose más sanguinarias en el proceso.
La violencia que azota el país debe preocuparnos y movilizándonos a todos. Pero la responsabilidad de detenerla es del Estado, pues los crímenes acumulados son el resultado de no asumir las responsabilidades constitucionales en materia de seguridad de los niveles municipal, estatal y federal. Si bien no hay soluciones inmediatas para resolver la situación de violencia, que es un trabajo largo y que requiere de soluciones integrales, pero a más de la mitad del sexenio, no se vislumbran mejoras ni cambios profundos.
No se trata sólo de acreditar históricamente a un gobierno, pero aún pensando que de eso se trata, es momento de que el Presidente se haga responsable de sus palabras y cambie el modelo de seguridad militarizado que, de acuerdo con los datos públicos y de las organizaciones nacionales e internacionales, no ha funcionado. Sí continúa por este camino, el gobierno Morenista pasará a la historia en los mismos términos que el Panista y el Priista, en lo referente a la violencia.
Aún es momento para que el Presidente utilice todo el poder político que le da su popularidad y promueva que la Fiscalía General y las Fiscalías de los estados sean verdaderamente autónomas. También para que recupere el primer aliento de su gobierno escuchando a los colectivos de víctimas y las organizaciones sociales, que no se han cansado de publicar informes y estrategias para mejorar la seguridad y alcanzar la verdad por medio de comisiones de la verdad encabezadas por especialistas nacionales e internacionales.
La guerra persiste y se profundiza. Démonos cuenta de que, más allá de la polarización, las decisiones que se han tomado en materia de reducción de la violencia siguen sin funcionar.