El pasado 11 de julio, en Tlajomulco, Jalisco, ocho artefactos explosivos le arrebataron la vida a seis personas entre los que se encontraban agentes de la policía municipal, de la fiscalía del estado, y 14 personas más resultaron heridas. El atentado se le atribuyó a uno de los cárteles de la región, fue un acto de brutalidad sin parangón en nuestro país.

A lo largo del último lustro, el gobierno ha minimizado la presencia del crimen organizado y la violencia que ejerce sobre la población porque es más conveniente “ignorar” que evidenciar su fracaso. La sociedad debe estar alerta porque la espiral de violencia semeja a lo ocurrido en Colombia donde históricamente ha sido un reto contener al crimen organizado.

Si bien, las cifras de homicidios han permanecido “relativamente” estables en los últimos meses tanto en Guanajuato, Jalisco como en Tamaulipas, los grupos delictivos de esas regiones decidieron escalar la intensidad de sus confrontaciones con la autoridad.

La peligrosidad de este tipo de artefactos radica en que pueden ser activados de forma sorpresiva y remota o trasladados vía drones, y generan un daño perimetral que dañaría a más personas. Hasta hoy, policías, militares o rivales criminales, han sufrido de estos ataques pero de continuar esta tendencia, pronto hablaremos de civiles muertos o heridos por agresiones aleatorias en centros comerciales y plazas públicas, gente ajena al crimen organizado. Estos métodos de violencia indiscriminada han sido propios de grupos subversivos, terroristas, mafias, guerrillas y el narco colombiano.

Desde hace una década, he tenido la fortuna de mantener una relación cercana e institucional, con nuestros hermanos colombianos, en especial con la Policía Nacional; y es importante destacar las similitudes de la realidad criminal que provocó el narcotráfico en ese país con el presente mexicano. Gracias al trabajo de la Policía Nacional, en Colombia, se redujo de 1228 víctimas por artefactos explosivos al 2006 a 83 para el 2019.

Dato importante, no perdamos de vista la utilización de minas terrestres que suelen ser sembradas en territorios donde se protegen sembradíos o laboratorios, para inhibir las acciones que pueden identificar y erradicar a los criminales. Me preocupa, sobre todo, la movilidad en México, hoy nuestras carreteras no están resguardadas, las minas representan un peligro latente para los viajeros. Así pues, estos artefactos explosivos llamados “Artefactos Explosivos Improvisados [AEI]”, al ser fabricados de forma artesanal, si es que podemos decirlo así, no miden el impacto en las víctimas, por tanto, su nivel de letalidad y daño es mayor.

En Colombia, por ejemplo, las organizaciones criminales gastan entre 30 y 100 dólares en promedio para fabricar uno de estos artefactos; y por cada policía o militar herido, cinco civiles, principalmente campesinos de zonas rurales, mueren o sufren los estragos del terror.

He aquí el problema: si el gobierno mexicano no logra detener y castigar de inmediato a los responsables de estos actos criminales, será cuestión de tiempo para que el ejemplo cunda en los 175 grupos delictivos identificados en el país, y así la violencia indiscriminada cobre más víctimas inocentes.

La justicia debería ser la norma para todos los delitos, pero no lo es, debido a la errónea política de “abrazos no balazos” que ha sido de tolerancia, pero en estos casos se debería marcar una determinante acción institucional que reaccione eficazmente ante las posibles agresiones a la sociedad. El enemigo ya no es el gobierno y sus instituciones, somos nosotros los ciudadanos.

Exsecretario de Seguridad en Tijuana, Morelos y Quintana Roo. Es fundador de AC Consultores, empresa especializada en inteligencia táctica y operativa en materia de seguridad.

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