El homicidio del magistrado Edmundo Román Pinzón en Acapulco, ocurrido a menos de 24 horas de haberse llevado a cabo en esa misma ciudad una reunión de seguridad de alto nivel con la participación de la clase gobernante mexicana, ha sacudido al país. Este hecho nos recuerda nuevamente la enorme complejidad y las tragedias con costos irreparables que la violencia sigue generando día a día en México. Guerrero, una entidad sumida durante casi dos décadas en una suerte de ingobernabilidad, enfrenta la creciente socialización de los grupos criminales que operan en la región. La tragedia de Ayotzinapa, las constantes masacres de inocentes como la de los 11 en Chautipán, la decapitación del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos, hace apenas dos meses, el generalizado cobro de piso, entre otros innumerables actos de violencia, no han sido razones suficientes para emprender una intervención institucional a la altura del desafío que representa este estado, que parece propiedad del crimen organizado. En este espacio, mi intención es reflexionar sobre los factores humanos e institucionales que dificultan la solución de problemas tan graves como los que enfrenta Guerrero y otros estados de México. Por ahora, imagine el temor y la vulnerabilidad que deben sentir en este momento los funcionarios de todas las instituciones en Acapulco y Guerrero. El miedo, especialmente en casos como el de ayer, provoca parálisis en policías, ministerios públicos, jueces y magistrados. Es comparable a llegar a un hospital con una enfermedad grave como el cáncer y que, al intentar tratar al paciente, los médicos, enfermeros e incluso los farmacéuticos se contagien y pierdan la vida, para luego ser acusados de corruptos y señalados como responsables de su propio destino. Aunque parezca una metáfora exagerada, esa es la realidad diaria de cientos de miles de policías, militares y funcionarios en fiscalías y tribunales: vivir bajo constante amenaza, lo que afecta radicalmente su desempeño profesional. La ausencia de certidumbre institucional en México ha convertido a quienes deberían ser nuestros principales protectores en las víctimas más expuestas de un sistema incapaz de garantizar su seguridad. Policías, militares, jueces, ministerios públicos y otros servidores públicos que trabajan en el ámbito de la seguridad y la justicia enfrentan no solo los riesgos inherentes a su labor, sino también la desprotección institucional y la falta de respaldo efectivo para realizar su trabajo de manera segura y digna. Esta precariedad genera un ambiente donde el miedo y la vulnerabilidad se imponen, paralizando su capacidad de actuar con eficacia. La ausencia de políticas integrales de protección y de una estructura sólida que respalde a estos servidores no solo compromete su vida, sino que también mina la confianza social en las instituciones. En este contexto, los delincuentes encuentran un terreno fértil para actuar con impunidad, mientras que los encargados de enfrentarlos quedan atrapados en un círculo vicioso de desamparo y desconfianza. En otros países, cruzar la delgada línea azul —matar o atentar contra un policía o un funcionario de seguridad— es algo que ningún delincuente queda impune. Es por ahí donde debemos empezar: cuidando, valorando y reconociendo a quienes están dispuestos a ofrendar su vida por proteger la nuestra.
Exsecretario de Seguridad, Fundador de AC Consultores