Hace unos días, tuve la perturbadora experiencia de ver un video que mostraba a dos jóvenes, que fácilmente podrían ser mis hijas, arrodilladas mientras eran interrogadas por presuntos delincuentes vinculados a un cártel en Sonora. En dicho material, ambas confesaban estar involucradas en actividades de sicariato, afirmando cobrar la suma de 2 mil pesos por cada asesinato. Este material me dejó reflexionando sobre la cruda realidad que algunos jóvenes enfrentan en nuestra sociedad. Apenas el miércoles, durante la conferencia matutina, el presidente se refirió al trágico suceso de los cinco estudiantes asesinados en Celaya y vinculó la tragedia con la compra y consumo de drogas por parte de estos jóvenes.

Si bien es innegable que el presidente, en su calidad de mandatario, tiene acceso a información privilegiada, declaraciones como las mencionadas, no corroboradas ni publicadas por las fiscalías, entorpecen los procedimientos y contribuyen a generar incertidumbre entre las familias afectadas y la sociedad. Lo que inicialmente fue una tragedia perpetrada por el crimen organizado, se convirtió en asidero político. Javier Mendoza Márquez, el alcalde de Celaya, Guanajuato, no tardó en alzar la voz y exigir al presidente que asumiera la responsabilidad de una estrategia fallida en materia de seguridad nacional.

Y aún hay más, en la misma mañanera el presidente declaró categóricamente que México no enfrenta un problema de consumo de drogas, sino más bien de tráfico de sustancias ilícitas. Parafraseando sus palabras, cito: “No hay consumo de drogas en lugares como Oaxaca, Sinaloa, Chiapas, Yucatán, Campeche; no hay consumo de químicos, lo que hay es tráfico y no consumo”. Es imperativo reconocer y aplaudir el hecho de que el ejecutivo reconozca la problemática de las drogas en el país. Sin embargo, es crucial señalar que su perspectiva, al distorsionar la magnitud del fenómeno al minimizarlo y al presentar una sustitución de conceptos plantea interrogantes sobre la transparencia y claridad de la verdad histórica del presidente.

En el transcurso del último año, la trágica muerte de cinco jóvenes en Lagos de Moreno, Jalisco, y la desaparición de siete empleados de un Call Center en Zapopan, junto con numerosos casos similares a nivel nacional, pintan un panorama desalentador. No solo por la evidente gravedad de los acontecimientos en sí, sino también debido a una indolencia palpable que trasciende, generando una profunda preocupación.

En este contexto, es imposible obviar la memoria de una risa sardónica por parte del presidente durante una de sus habituales conferencias matutinas, cuando pronunció las palabras: “Ahí están las masacres”. Esperaba, quizás, un aplauso que nunca llegó, y su rostro reflejó la incomodidad ante la falta de celebración por parte de los reporteros. Este episodio resalta la desconexión entre la gravedad de la situación y la respuesta indiferente de las autoridades, lo cual no solo añade pesar a las tragedias, sino que también cuestiona la sensibilidad y la empatía en la atención de estos asuntos cruciales para la sociedad. ¿Qué pensarán las familias de los ahora jóvenes llamados drogadictos en su muerte?

El pasado mes de octubre, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) presentó un informe que, desde mi perspectiva, parece carecer de información completa en cuanto a las cifras estadísticas de defunciones registradas en el año 2022. Sin sorpresas, el informe revela que la principal causa de muerte entre los jóvenes son los homicidios dolosos. Y cito: “El grupo de edad en el que se concentró el mayor número de homicidios, tanto en mujeres como en hombres, fue el «de 25 a 34 años», con 1 100 casos para mujeres y 8 392, para hombres. En las defunciones de hombres, los homicidios fueron la primera causa de muerte para los grupos «de edad de 15 a 24», «de 25 a 34» y «de 35 a 44 años”; Según el medio para generar las lesiones que provocaron la muerte por homicidio —que ascendieron a 33 287 casos—, los más frecuentes fueron el de «arma de fuego», con 22 309 casos (67.0 %) y «contacto traumático con arma blanca», que provocó 3 228 casos (9.7 %). Siguió «ahorcamiento, estrangulamiento y sofocación», con 2 461 casos (7.4 %), todo esto lo pueden revisar en la página 66 del documento publicado.

Así, el constante y desgarrador incremento de la violencia entre los jóvenes en México que están a expensas del crimen organizado no puede ser ignorado como un simple conjunto de estadísticas. Es un eco de un sistema que ha fallado a esta generación de manera sistemática. En otros tiempos a estos jóvenes se les llamaría: “los muertos del presidente”, hoy todos parecen temer y no solo al crimen organizado.

Exsecretario de Seguridad

Fundador de AC Consultores

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