Para escribir acerca de una autora como Verónica Murguía recurro, a modo de introducción, a las palabras de María Popova: “Creamos —un poema, un teorema, una novela o una canción— para explicarnos el mundo y para explicarnos a nosotros mismos ante el mundo”.

Algo más: “La mera existencia de esta catedral de verdad y belleza que llamamos cultura es la evidencia de que, de algún modo, una y otra vez, en medio de depresiones y guerras, pandemias y quebrantos, el artista ha logrado mantener la fe en el proceso creativo, mostrarse ante el mundo con eso que crea la magia, que crea el significado, que hace que la vida sea vivible y más viva”.

Recordé dichos párrafos el jueves pasado. Cuando intentábamos comprender lo que sucedió en el Senado —aquello que mostraba el rostro de nuestra política, el de la traición y la mentira, la tranza y la vulgaridad, la incultura y la pérdida total de escrúpulos— Verónica Murguía recibía la Medalla de Bellas Artes y hacía una de las defensas más luminosas de la ética y del valor de la cultura y el arte que he leído en mucho tiempo. Se requiere valentía para hablar desde el espíritu crítico y la inteligencia en medio del festín oficial de estos días. La escritora lo hizo en el Palacio de Bellas Artes:

“La verdad, los últimos años han sido muy arduos en todo el mundo, pero hoy sólo hablaré de México. Aquí han sido penosos para todos: no sólo para las artes, también para la ciencia, la educación y la investigación. Para las leyes, los universitarios, las editoriales independientes, para los defensores de derechos humanos, para los periodistas, los ecologistas, las feministas, los maestros, el deporte”.

Si desde hace sexenios al arte ya se le mantenía en un rincón, en el actual ha sido acusado de elitismo, conservadurismo, de ser meritocrático. Luego de advertirlo, Verónica Murguía lanza su defensa: “Porque el arte es necesario. Es indispensable. Sin él las sociedades pierden la razón. En estos años se nos ha repetido sin cesar que hay cosas más urgentes, que el arte no se come, no da techo, no cura y que por eso nos vamos a ir a ver ‘La casa de los famosos’. Se colocan el libro, la partitura, la coreografía, la pintura, por decir algo, en una esquina. En la otra, la necesidad de una vida digna, con seguridad, educación y salud. Entonces se nos da a escoger, pero el arte no tiene qué contender con las necesidades humanas básicas, porque ya lo decían los zapatistas, sobrevivir no basta. No es justo darle a escoger a nadie entre la vida del cuerpo y la del espíritu, porque somos las dos cosas”.

La autora de El ángel de Nicolás, Loba, Las mascotas secretas… de la prodigiosa novela El cuarto jinete, que descubrió su vocación cuando leyó El señor de los anillos, que ama a los animales y encuentra en la Edad Media los cimientos de lo que somos, advirtió que el arte no es sólo necesario, sino que es, quizás, la única forma de perdurar que ha encontrado la humanidad.

Es la belleza. De las que habló Verónica: la de las pinturas rupestres en las cuevas, la de Mozart, la de Muttanabbi, la de Ovidio, Dante y la de Sor Juana (¿quién recuerda el nombre de quienes les negaron la posibilidad de seguir creando?). La belleza que se encuentra en las páginas de El cuarto jinete. De pronto lees: “Y sentí el tierno alivio que han de haber experimentado los leprosos cuando Cristo los curó, pues cuando lo estreché contra mi pecho mugriento, él se dejó hacer y me volví parte de la humanidad”.

Quiero imaginar que David Huerta, en donde quiera que esté, la escuchó. Y que ella sintió un abrazo.

Google News

TEMAS RELACIONADOS