Viaje en el tiempo. A mediados de la década de los 80 del siglo XX, cuando no hay Internet, celulares o tabletas, visitamos un puesto de periódicos. El principal vehículo de lectura para millones de mexicanos es la historieta, cuya industria en México produce hasta 500 millones de ejemplares al año. Y en un lugar privilegiado del quiosco hay un título que destaca. En la portada, el narcotraficante se deja ver sonriente sosteniendo en sus manos la imagen de la República Mexicana cubierta de mariguana. Editorial Egea aprovechaba a uno de los personajes que más espacio noticioso tenía para relatar, a través de cinco ediciones extras, la vida de “Israel Caro Quintero”, según lo bautizaron en este cómic.

Igual que en las biografías de personajes ilustres, el primer número de la serie inicia con la infancia del narcotraficante “Israelillo”, como lo llaman sus amigos, jugando a las canicas en Badiraguato, Sinaloa, donde “nunca fue fácil la vida”; rehusándose a ir a la escuela; llevando el dinero a su madre que obtiene de los “encarguitos” de “Alberto Fonseca Castillo”, mejor conocido como “Don Beto”, y ya en la adolescencia defendiendo “valientemente” a “su patrón” de quienes intentan robarle “la mercancía”. Paulatinamente, su astucia le otorga poder para matar campesinos, “independizarse”, dominar el mercado y pasar de la mariguana a la siembra de amapola. Ya desde el primer capítulo, el personaje se perfila como El traficante más grande de México, título de la historieta “basada en la obra” (sic) de E. Segerre.

Durante el boom del cómic mexicano en esa época, no todo era Kalimán, El Libro Vaquero o Lágrimas, Risas y Amor. La nota roja también daba para el negocio. Lo negro del negro Durazo se publicó por lo menos a lo largo de 10 números (Ediciones Latinoamericanas) y Picardías del negro Durazo, versión cómica del expolicía y su acompañante “el pinche flaco” Sahagún Baca se expendía como “obra coleccionable” (Editorial Astros), mientras que, en la tierra natal del exprocurador, en Sonora, se planeaba un museo con su nombre.

Del cómic hace 40 años, a las series que protagonizan en Netflix y los narcocorridos, México lleva décadas alimentando una cultura alrededor de los capos de la droga. Pero el extremo llegó la semana pasada, cuando el alcalde (morenista) de Badiraguato, José Luis López Elenes, anunció la creación de un Museo del Narco en la cuna de “El Chapo”, el Mayo Zambada, Ernesto Fonseca, Caro Quintero o José Esparragoza “El Azul”. Ya no es solamente, pues, el afán lucrativo de la industria mediática la que hace de los protagonistas del crimen figuras aspiracionales, sino el poder político mismo. Sus argumentos: hay que reconocer nuestra historia, impulsar el desarrollo económico y el turismo a partir de ella y no asustarse sino ver “lo positivo”.

Cabe recordar el ya existente Museo de Enervantes de la SEDENA en Ciudad de México, de carácter “didáctico” para militares, y con una de sus 10 salas dedicada a “narcocultura” (armas, ropa, relojes decomisados a los capos…) Hoy se anuncia este otro proyecto de 115 metros cuadrados y un costo calculado en 14 millones de pesos, lo equivalente a la inversión que la Secretaría de Cultura destinará a la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil en Chapultepec.

En un país con 105 mil personas desaparecidas y cerca de 400 mil muertos desde 2006, donde el crimen organizado asesina a dos niños en promedio al día (627 en lo que va de este año), la sola idea de un Museo del Narco en Badiraguato es una bofetada cargada de frivolidad y cinismo.

adriana.neneka@gmail.com

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