Delante de la ofrenda de muertos que ponemos en casa, clavo la mirada en la fotografía de mis padres, se ven radiantes y contentos. No sé qué palabras ponerle a su historia y lo que de ellos quedó en mí, cada día más presente. Entonces voy hacia mi buró donde está, desde hace meses que lo leí, Últimos días de mis padres, de Mónica Lavín.

Repaso lo que subrayé en cada una de las 249 páginas. El lápiz expresa en su trazo la emoción que provocó un párrafo, la revelación en una línea, un momento entintado donde encontré, viva, casi respirando, mi propia experiencia. Y es que este libro es como un espejo de lo que viví durante los últimos días en la vida de mis padres. Los hospitales, los médicos, las enfermeras, la urgencia de la palabra precisa y también del abrazo. Por eso le escribí a Mónica, para contarle que “me encontré en cada una de las páginas que escribiste, me identifiqué contigo. Lloré a cada rato, un llanto sano y reparador. He admirado y disfrutado cada uno de tus libros, pero este va mucho más profundo (…)”.

Ella misma escribe: “Ellos tan viajeros, tan gozosos del bienestar y el asombro, tuvieron como última estancia un cuarto de hospital durante dos semanas. Me duele escarbar en esos días de triste telón. Pero pesa más la desmemoria, no saber quién fui yo mientras atestiguaba el descenso”.

Algo muy íntimo y personal nos narra la autora. Conmueve su sinceridad, en tanto hija y escritora. Nos cuenta, con una prosa poética que nos lleva hasta dentro (de ella y de nosotros) cómo vive a sus padres en sus últimos momentos; pero también están los orígenes, la vida de una y del otro, juntos y separados, la familia, los secretos, los rituales gozosos y los episodios duros. Las batallas interiores en el trajín de su existencia como autora, de acá para allá, las culpas, la incertidumbre, los quiebres, los momentos en que “deseaba mudar de la hija a la escritora” y luego al revés y cómo un “vínculo animal me colocaba al lado de mi madre con toda naturalidad”. Su obra también es un clavado al tema de los cuidados, de la maternidad, la paternidad (“Papá me enseñó a tirarme clavados, me quitó el miedo al riesgo”), la experiencia de ser hija, luego madre….

La ausencia es más difícil que la muerte, asegura con razón. En ese sentido: “Escribir es recuperar lo perdido, los días antes de la orfandad absoluta, cuando todavía podía pronunciar la palabra mamá con esas vocales abiertas, orgullosas y frontales. Cuando al decirla la arropaba a ella y me arropaba yo, porque existía la palabra vínculo de vida”. Con su padre: “Cuando él dejó de hacerlo, no sé cómo seguí inhalando y exhalando el privilegio de estar viva. Había perdido la certeza del rumbo que me enseñó desde niña”. Escribir, como ejercicio de memoria personal y colectiva. “Escribir es estar ahí. Es dominar el tiempo, revivir muertos; resucitar los días, algo que perdimos de vista”.

Cuando murieron mi padre primero y luego mi madre, los dos en una cama de hospital, me preguntaba cada noche de guardia si algún día encontraría sentido al sufrimiento que vivieron. Luego supe que cobrar conciencia de la muerte es cobrar conciencia de la vida. Dice Mónica sobre su madre durante su último viaje juntas: “Conforme reconoces que el tiempo que te queda es poco, porque tus años son muchos, los pequeños actos y los grandes tienen otro brillo. Se vuelven preciosos. Si así es, me resulta prometedor, una advertencia sabia del desenlace: lo mejor está por sucederme”.

Frente a la ofrenda, asumo una línea del libro. La que sugiere celebrar a nuestros muertos para no perderlos.

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adriana.neneka@gmail.com