En la historia de la migración del patrimonio arqueológico de México desfilan grandes personajes, como Manuel Gamio, Diego Rivera o William Spratling. Y no es que fueran traficantes, desde luego, pero al mismo tiempo que contribuían a una mayor apreciación universal del arte precolombino alimentaban un mercado global de piezas, tema que, desde la subasta del pasado 18 de septiembre en París, se encendió de nuevo. Dada la complejidad del asunto y porque va más allá de víctimas y villanos, es deseable mayor autocrítica y congruencia de parte del Estado.
Un día, el reconocido arqueólogo del INAH Jorge Angulo me contó esta historia: En los años 20, uno de los pilares de la arqueología y la antropología cultural mexicana, Manuel Gamio, trabaja en Teotihuacán. Además de zoólogos, botánicos, biólogos y colegas, busca que las comunidades locales participen y se beneficien de sus investigaciones. Así, cuando encuentra los moldes de las piezas originales de los teotihuacanos, en un gesto noble y altruista, se los regala a los habitantes de San Juan. Es decir, él no sólo se preocupa por el objeto arqueológico como pieza de museo, sino que va más allá y concibe que quienes tienen en sus manos ese patrimonio puedan mejorar su economía utilizando su creatividad. No imaginó que, desde entonces, habría una altísima producción de piezas de barro idénticas a las antiguas y de gran calidad, que estimulan el comercio de falsos cuyo destino es principalmente Estados Unidos.
Maestro en Ciencias Antropológicas, Angulo me contó más: “Uno de los artistas que sin quererlo promueve en México el mercado de arqueología es Diego Rivera. En su afán de revalorar las obras de nuestros antepasados, empieza a comprar, por lotes, todas las piezas que llegan a sus manos cuando esto aún no está prohibido. Se corre la voz entre grupos indígenas y todo lo que encuentran en su labranza del campo lo traen a la ciudad. Así se inicia el saqueo masivo que tiene lugar en los años 30.”
Otro caso: William Spratling, por quien renace la industria de la plata en México, arquitecto amigo de Rivera, se instala en Taxco y hace su colección de arte prehispánico que, como al muralista, le sirve de inspiración en sus diseños. Ambos adquieren piezas arqueológicas con las mejores intenciones, pero el resultado es la llegada de cientos de estadounidenses que quieren coleccionar también. Ya hay un reglamento en México, pero no una vigilancia estricta, por lo que emigran miles de objetos.
Se dispara el saqueo. Y lo más triste, como me dijo Angulo, es que siempre hay un mexicano involucrado: “Desde el campesino, el comisariado ejidal, los presidentes municipales, algunos gobernadores, directores de instituciones culturales y museos, hasta agentes judiciales y funcionarios de la policía federal…” Aunque, entre éstos últimos “hay también quienes han colaborado valientemente en la recuperación”.
A él mismo le tocó, en los años 60, participar en el descubrimiento de un aeropuerto clandestino en la zona maya, donde salían en avioneta lotes enteros de objetos prehispánicos. La investigación reveló que los que sacaban las piezas eran narcotraficantes. Así, pues, mientras haya cabezas coludidas “y las hay de muy alto nivel político y económico”, me decía, el saqueo continuará.
A la luz del siglo XXI, hay que preguntarse si la ley de 1972, que rige la custodia del patrimonio, aún funciona. Pero también, si no resulta contradictorio indignarse cada vez que hay una subasta en el extranjero, mientras aquí se recorta drásticamente el presupuesto al sector que vela por su seguridad. O solicitar la repatriación de las piezas, mientras aquí museos y proyectos como el del Templo Mayor advierten que podrían “cerrar la cortina” si los recortes continúan. La capacidad profesional en el INAH es indiscutible. Pero sin recursos es difícil que se proteja, se difunda y se despierte amor por el patrimonio. Para que conservarlo tenga sentido en la vida de los ciudadanos y las comunidades.
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