En su libro Un adiós en armonía, Asunción Álvarez del Río y Elvira Cerón comparten un diálogo profundo acerca del derecho humano a una buena muerte, a una muerte digna, a vivir los últimos instantes de la existencia de la mejor manera posible. Y sobre la paz que se queda a vivir para siempre dentro de los seres queridos cuando eso es posible.
El jueves pasado, cuando leí que mi amigo y colega Luis Enrique Ramírez murió asesinado en Culiacán, Sinaloa, donde era columnista político, recordé que lo conocí en La Jornada, donde trabajamos juntos en la sección cultural. Imposible no sonreír con su presencia. Era un reportero con talentos extraordinarios, con ese duende del que escribió Lorca, pero también era un compañero que alegraba la redacción. Y la vida. Me despedí: “Te abrazo en donde te encuentres, amigo querido, descansa en paz. A nosotros nos queda el dolor y la rabia”.
Lo golpearon hasta matarlo. Envuelto en plástico apareció tirado en un camino de terracería. La escena se repite una y otra vez. Pienso en su madre, sus hermanas, sus amistades. ¿Quién les ayuda a elaborar el duelo? Nadie merece morir así. Ni convertirse en número de una estadística que nos tiene abrumados. Nadie merece protagonizar una historia más de esta barbarie que se normaliza a base de violencias cotidianas cada día más atroces. No dejo de imaginar el sufrimiento de Luis Enrique en sus últimos momentos. Reviso Fuentes Fidedignas, el portal que fundó y dirigió; su última columna política en El Debate y sus publicaciones recientes en Facebook donde apenas el 27 de abril subió un Salmo: “Amado Dios, en tus manos pongo este nuevo miércoles mis ilusiones, mi vida y mi hogar. Por favor dame fuerza en los momentos de duda, no me dejes caer y permite que tu hermosa luz sea la que guíe siempre mis pasos”. Una semana después moría asesinado a los 59 años.
La muela del juicio
(1994, Conaculta) y La ingobernable: Encuentros y desencuentros con Elena Garro (2000, Hoja Casa Editorial) son huella de su deslumbrante paso por el periodismo cultural. En el prólogo del segundo libro, Elena Poniatowska cita un texto autobiográfico de Luis Enrique, cuyo párrafo final dice: “(…) acerca de la naturaleza del sinaloense, de este modo de decir las cosas que tenemos y que espanta de pronto a quienes suelen cubrir todo de una falsa suavidad, de hipocresía. Que hablamos a gritos, dicen, pero es que en el valle hay que hablar recio; de lo contrario, las palabras se las lleva el viento, los aironazos, los ciclones. No podemos hablar quedito. Ahora que es la hora de cambiar, de recuperar la dignidad y de fajarnos, tal vez sería bueno que todos en este país comenzáramos a hablar derecho y alto, subirle de volumen, gritar”.
El pasado 25 de enero escribió en su columna: “Cada periodista asesinado es un ataque directo contra la libertad y esta, recordemos, es la primera que se pierde en una sociedad; luego viene el quebranto de todas las demás”.
Antier, sólo cuatro días después de Luis Enrique, mataron a balazos a dos reporteras en Veracruz: Yesenia Mollinedo, madre de dos menores, fundadora del portal El Veraz, cuyo lema es “periodismo con sentido humano”; y Sheila García, camarógrafa del mismo medio. Van 11 periodistas asesinados en México de enero a la fecha y 36 en tres años. El gremio exige verdad y justicia, como las madres buscadoras ayer, ante la indolencia del gobierno. Hace tiempo ya que Marisa Belausteguigoitia propuso para México una política pública del consuelo. Hoy es urgente.